Perros

Autor: Alberto Barrera Tyszka *

Aprieto el botón para bajar hasta el sótano 3 pero el ascensor, sin hacerme caso, se dirige hacia arriba. No sé por qué, alzo la cabeza y miro al techo. Me ocurre a menudo. Siempre busco explicaciones donde no las hay.

Los elevadores no suelen tener ningún destino ¿Por qué no se detiene en el piso 2? Tampoco lo hace en el 7. Sigue subiendo impasible hasta el 15. Estoy de pésimo humor. Cuando las puertas plateadas se abren veo a una señora que tiene el cabello mal teñido. Junto a ella está su hija. Eso supongo. Es una joven de veintitantos sin ninguna otra gracia que sus veintitantos. Llevo demasiado tiempo siendo hombre. Puede que eso no enseñe mucho pero da práctica, oficio. Me basta una mirada rápida para enjuiciarla: las pupilas cándidas, los senos pequeños y tensos, las caderas apretadas; es probable que todavía sea virgen. En sus brazos carga a un perro. Es un cairn terrier de color oscuro. Instintivamente, doy un paso hacia atrás para dejarlas entrar. Mientras las puertas vuelven a cerrarse, la muchacha me mira con leve piedad. Tal vez piensa que el animal me asusta.

—No se preocupe —dice y sonríe—. No muerde.

—Él, no —contesto demasiado de prisa—. ¡Pero yo sí!

Todo sucede como suceden los petardos. Casi ni puedo creer que he dicho lo que he dicho, que hago lo que hago. Siento un coraje que se clava en el paladar. Una rabia verde, feroz, incontrolable. Siento óxido en la saliva. La muchacha no tiene tiempo de reaccionar. Tampoco sabe cómo hacerlo. La madre sólo atina a golpearme con su bolso. Las dos gritan de manera estridente. La muchacha también llora. Yo he sometido al perro. Con la mano derecha atenazo su cuello, lo aprieto; mientras, ayudándome con el brazo, con la mano izquierda trato de sujetar el resto de su cuerpo. La mascota se resiste pero yo, con una pasión que hasta ahora desconocía, acerco mi cara y muerdo su lomo. El chillido del animal suena igual que un viejo tren que se detiene en un invierno extranjero. Siento sus pelos entre mis dientes. Es como hundir la boca y la lengua en un áspero pasto. Nada me importa. Mastico. Su piel me resulta gruesa y elástica. Si no fuera perro podría ser pulpo. Pero los pulpos me agradan. Y esta es la primera vez que estoy mordiendo a un perro.

2.

No puedo contarle nada a Elisa, pensé. No me conviene. No sabría cómo explicarle qué hacía yo en ese edificio. No puedo decirle que estaba ahí buscando un empleo porque ella aún no sabe que he perdido mi antiguo empleo. Todo ahora me parece tan ridículo, tan absurdo. Mi vida cambió radicalmente por algo que parece tan simple, que se dice con tan pocas palabras. Hicieron un recorte de personal y yo quedé fuera. Es, incluso, una frase insulsa. Hicieron un recorte de personal y yo quedé fuera. No tiene temple. Parece una seguidilla de palabras lisas. Sin vigor, sin crueldad. No es como decir usted tiene cáncer.

Pero igual me quedé sin trabajo. Pero igual jamás pensé que eso podría pasarme a mí. Al principio me dio rabia, me indigné; pero después sólo sentí vergüenza. Una vergüenza inmensa. Por eso le mentí a Elisa. Porque me daba pena llegar a casa y decirle me corrieron, me echaron, me botaron del trabajo. Esa noche me acosté abrumado. Me costó mucho dormir. Mañana se lo digo, me repetía. Lamiendo esa promesa: mañana se lo digo.

Pero empezaron a pasar los días y ya nunca le dije nada. Cada vez que me dispongo a hacerlo aparece esa maldita sensación de deshonra que termina convirtiéndose en un estorbo físico: siento que la boca se me llena de piedras. Se me hace imposible hablar. Y sería tan fácil: Elisa, perdí la chamba. Ya sabes, con la situación como está. En esta mierda de país que nos tocó vivir. Parece fácil pero no lo es. Al menos no para mí. No puedo decírselo. Recuerdo de inmediato la deuda del apartamento. O la ilusión que tiene, lo que ella espera de nuestro futuro. Las mujeres siempre sueñan más que los hombres. Sé que desea salir embarazada. También sé que cada día que pasa es peor, que mientras más me tarde en hablar, más trabajo me costará hablar después. El silencio es un cómplice difícil. Ya no sé cómo detenerme.

—¿Cómo te fue hoy en la oficina? —pregunta ella, con toda normalidad, en la noche de algún miércoles.

—Ahí, ahí. Ya sabes. Lo mismo de siempre —contesto.

Pero, a medida que fue transcurriendo el tiempo, eso dejó de ser suficiente. Temí, entonces, que mi parquedad pudiera despertar sospechas en Elisa. Traté de abundar un poco más y, con el tiempo, sin darme cuenta, ya estaba dedicado a recrear una rutina que no existe. Hablaba de la vida en la oficina, contaba sucesos, anécdotas; mentía sobre mis antiguos compañeros del trabajo. Una noche, por ejemplo, inventé que el padre del Gordo García estaba en el hospital ¿Por qué se me ocurrió algo así? Todavía no lo sé. Pero cuando me hice esa pregunta ya estaba sentado en la mitad de ese relato. Qué cosa. Un infarto. Al principio me costó pero luego fui tomando más confianza en mí mismo, en mi capacidad de imaginar y de proponerle una ficción distinta cada noche. Sí, sí, un infarto. Terrible. Sucedió mientras se daba un baño, ¿puedes creerlo? Se dio cuenta una vecina del piso de abajo al ver el agua chorreando por las escaleras. Lo encontraron desnudo, tendido sobre las losas, babeado, boqueando. Se salvó de milagro. El pobre García está destruido.

Así suele pasar: siempre terminamos siendo rehenes de cosas que supuestamente no tienen ninguna importancia. Así terminé cercado por las historias que improvisaba para distraer a Elisa. Cada mañana salía a trabajar y, cada noche, volvía del trabajo con un relato distinto. Inventaba para Elisa una vida que ya no tenía, que había perdido. Fue justo en esos días cuando descubrí que, en el fondo, yo tengo un profundo problema con los perros. Desde niño los desprecio.

Por desgracia, no tengo en la memoria ningún episodio de la infancia que justifique lo que me pasa. No me gustan los perros como hay otros a quienes no les gustan las berenjenas. Claro que no hay nadie que asegure que las berenjenas son las mejores amigas del hombre. Quiero decir que lo que me ocurre con los perros es gratuito, no tiene ninguna justificación. Me desagrada su absoluta falta de orgullo. No tolero su alma servil, su jubilosa resignación, su abrumadora carencia de cualquier forma de dignidad. Un perro puede dejarse golpear por su amo y seguir contento, moviendo el rabo, mendigando un poco de atención, una caricia. Un perro es un animal sometido por su propia necesidad de afecto, condenado a estar suplicando eternamente que lo quieran. Eso me da asco.

No quisiera culpar a nadie, pero lo cierto es que, desde que estoy sin trabajo, este asunto de los perros comenzó a fluir, a hacerse presente, a agudizarse. Supongo que por eso dicen que la ociosidad es la madre de todos los vicios. Supongo, también, que la ociosidad debe ser la madre de la psicología. De pronto, un día me sorprendí salivando con una rara ansiedad cuando vi pasar a un cachorro callejero. En otra oportunidad, al observar a un vecino paseando su perro al atardecer, me invadió de repente una poderosa excitación. Traté de negármelo pero no pude: deseaba morder perros. Masticarlos. Deseaba hacerles daño. Tan sólo con pensar en eso me estremecía.

Los deseos suelen ser incómodos. Y muy testarudos.

3.

Algunos perros que me gustan: el boyero de Berna, con ese suave pelo negro, abundante sobre todo en su cola. También el akita inu: ojos pequeños, cierta nostalgia de un lobo doméstico. El drahtaar, muy inquieto, siempre a punto de moverse. El cane corso con su cabeza cuadrada y señorial. El teckel. El gos D'Atura, llamado pastor catalán y que —por supuesto— es un perro francés. El setter irlandés con sus ojos tristes. También el Terranova tiene una mirada melancólica. Los collie no me resultan atractivos, aunque su pelambre tupida me seduce. Los mudi, de Hungría, poseen un tamaño interesante. Puedo disfrutar de un dingo, de un fila brasileño, de un buen dogo de Burdeos. Un bulldog macizo nunca es despreciable. Pero, ¡ah!, ¡nada como la inocencia de un golden retriever en mitad de la madrugada!

De todos, sin embargo, prefiero al basenji, maravilloso ejemplar del África Central que tiene una extraña peculiaridad que lo diferencia del resto del reino: nunca ladra.

4.

La primera vez que lo hice fue en un elevador. Mi primera experiencia fue con un cairn terrier. Ni siquiera me fascina esa raza. Muchas veces pasa así. Uno se estrena con cualquiera, como por quemar ese plazo, más en deuda con las prisas que con el gusto; más pendiente de los fantasmas propios que del cuerpo ajeno, de las ansias del otro. Esa vez fue fatal. Conocí un placer que dejó de ser placer y comenzó a convertirse en miedo. Son temblores muy distintos. Tuve que huir. Luego pasé unos días muy frágil. Caminaba por la calle sintiendo que todo aquel que me miraba lo sabía, que había algo que me delataba y que yo no podía disimular. Quizás pensaba que los pecados también viven del chisme, que siempre dejan algún rastro.

Después pasé por la etapa de la clandestinidad. Fueron unos pocos días pero muy cargados de una euforia efervescente. El poder inmenso de lo prohibido me llevó a hacer más de una locura. Una mañana me fui al sureste de la ciudad y me robé una perra que alguien había dejado amarrada frente a una agencia bancaria. Era una chihuahua vieja y dócil. Su pellejo ya estaba duro, casi crujiente, quebradizo. Me la llevé a un depósito y ahí la mordí varias veces. También trituré con mis muelas una de sus orejas. Terminamos los dos jadeando. Ella respiraba con más dificultad que yo. Estaba desesperada. Creo que no podía verme bien. Tenía cataratas.

Pero pronto me cansé de ese aire de ilegalidad que envolvía mi relación con los perros. No sirvo para eso. No tengo ese talento. No me agradaba sentirme como un criminal, vivir todo el tiempo escondiéndome, siempre en fuga. Como si tuviera una amante.

Pasé casi dos semanas en difícil abstinencia. Reflexioné mucho. Concluí que este mundo no está diseñado para que cualquiera pueda morder perros en público. Ese es el problema. Observando atentamente, con cuidado, también pude descubrir que hay mucha gente como yo. Muchísima. Pero lo disimulan. Casi todas las personas que tienen perros, en el fondo, sólo tratan de negociar y de convivir con los mismos deseos que yo tengo. Tienen su perro preferido en casa. Lo alimentan. Lo sacan a pasear. Llevan una vida social de lo más natural y satisfactoria. Delante de los demás, aparentan mantener esta inocente y cordial relación con una entrañable mascota. Pero, en algún instante, en la intimidad, finalmente logran realizarse. Y son feroces. Y crueles. Y hacen daño. Cuando nadie los ve, en medio de la paz de sus casas, de seguro muerden a sus perros. Sin piedad. Hasta la sangre. Preferiblemente de noche. La oscuridad tapa incluso los remordimientos.

En todas las ciudades, en todas las noches, siempre ladra algún perro.

5.

El Gordo García me anuncia que esta semana quizás me reenganchen. A Elisa le conté que el padre del Gordo García ya está mejor. Le hicieron un cateterismo, comenté. Le pusieron un marcapaso y el viejo está como nuevo. El Gordo García tiene esperanzas. Para celebrarlo, he ido a la tienda de animales y me he comprado un perro. Un cocker spaniel, tipo americano. Lo pagué con la última plata que me quedaba de la liquidación. Una mascota siempre le trae suerte a una pareja, algo así le dije a Elisa. Todavía no le hemos puesto nombre. ~


* Escritor, columnista de opinión y guionista venezolano de televisión


Fuente: LetrasLibres.com - Junio de 2004











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