La herencia del mercantilismo español

Autor: Carlos Rangel

El monopolio, el privilegio, la restricción a la libre actividad económica de los particulares, o cualquier otra, son tradiciones profundamente arraigadas en las sociedades de origen hispánico. España prohibió el ingreso a sus dominios de América no sólo a todos que no fueran súbditos del Rey-Emperador sino inclusive en un primer momento a los españoles peninsulares no provenientes Castilla, Andalucía y Extremadura. Con estas y otras medidas, España logró crear en América una sociedad increíblemente cerrada. Humboldt encontró en Nueva España (México) criollos prominentes ignorantes de que existiesen europeos no hispanoparlantes.

Y lo que valía para las personas, valía con más razón (o sin razón) para mercaderías. Buenos Aires no tuvo derecho a ningún comercio marítimo hasta 1776, cuando se le hizo Virreinato. Hasta ese año, las importaciones y exportaciones de esta comarca atlántica estaban bajo la jurisdicción del Virreinato del Perú, lo cual significaba en la práctica que un cargamento procedente de Cádiz o Sevilla y destinado a Buenos Aires tenía que ir a Portobello, en la costa oriental de Panamá, cruzar el istmo a lomo de mula, ser transportado por el Océano Pacífico hasta Lima y de allí, de nuevo a lomo de mula traspasar la cordillera de Los Andes por La Paz, hasta la llanura y la costa del Océano Atlántico. Cuando tan inverosímil obligación fue derogada, el precio en Buenos Aires de los artículos importados bajó de un golpe a un tercio de lo que era anteriormente, y las producciones de cueros y lana de la provincia por primera vez se hicieron asequibles al comercio de exportación.

Para el ánimo mercantilista español, retrógrado (que miraba hacia la Edad Media como un modelo insuperable, y ni intuía ni aspiraba al naciente capitalismo) la actividad económica de los particulares era algo casi pecaminoso, y en todo caso despreciable y propicio a ser esquilmado a cada vuelta del camino y a cada paso de río. La alcabala permanente que todavía se encuentra en las más modernas rutas hispanoamericanas demuestra la supervivencia de esa hostilidad hispánica contra el libre tránsito de personas y mercaderías, de una desconfianza principista contra todo cuanto no estaba iniciado o por lo menos expresamente autorizado y supervisado (lo cual en la práctica quiere decir estorbado o impedido) por el Estado. En contraste, el roadblock anglosajón, que se establece provisionalmente en cualquier punto de una ruta cuando excepcionalmente hay necesidad de filtrar el tránsito, es el símbolo de la actitud diametralmente opuesta, según la cual el ciudadano es naturalmente libre, y toda restricción al libre tránsito (como toda otra restricción a cualquier otra libertad) necesita una justificación especial y un procedimiento legal y no arbitrario (1).

El mismo agente consular inglés citado anteriormente con relación a las consecuencias para el Perú de la guerra de independencia, encontraba que en 1826 el gobierno republicano de ese antiguo Virreinato español contradecía en la práctica sus declaraciones de fe en el libre comercio: "En su deseo de procurarse recursos (este gobierno) concibe que la manera más expedita de obtenerlos es agobiar con impuestos el comercio. Viejos prejuicios impiden concebir que los ingresos de un Estado puedan aumentar segura y progresivamente con el simple expediente de dejar que los comerciantes obtengan beneficios bajos, pero en transacciones numerosas; y habituados (los peruanos) a que las minas (trabajadas por siervos) rindieran una riqueza que se suponía inagotable, no se dan cuenta de que la única manera de promover un aumento en el comercio, la industria, el capital y la población (y por lo tanto en las fuentes de las finanzas públicas) es poner en práctica un sistema económico liberal. En lugar de esto vemos que el comercio en el Perú se encuentra en un estado deplorable, por culpa de un gobierno que no imagina otra manera de aumentar sus ingresos que imponer altas tasas sobre artículos de comercio, los cuales por lo tanto son de precio exorbitante. El sistema imperante pone toda clase de dificultades en el camino del comerciante honesto ("fair trader") a la vez que (estimula) el contrabando".

Todavía hoy perduran en Latinoamérica y lastran su desarrollo económico actitudes y situaciones que obstruyen la actividad económica privada conducida de buena fe, y a la vez estimulan y premian a los negociantes inescrupulosos, a los traficantes de influencias, a los sobornadores de funcionarios públicos y defraudadores del fisco. Y frente a esto la reacción espontánea del gobernante heredero de la tradición mercantilista hispánica será aumentar los controles, las restricciones, las fiscalizaciones, sin advertir que no hay ninguna razón para que haya menor proporción de gente sobornable entre los contralores que entre los controlados, de manera que con cada nuevo trámite, con cada nueva restricción crecen las probabilidades de corrupción y disminuyen las posibilidades de desenvolverse los ciudadanos sin recurrir a expedientes extraordinarios, aún para las gestiones más corrientemente necesarias, y con mucha más razón para los asuntos que implican inversión de dinero y expectativa de beneficio. El funcionario venal tendrá interés positivo en la multiplicación de requisitos, licencias de exportación y de importación, permisos especiales para todo menos para respirar y ver el paisaje. Estas obstrucciones van a ser, cada una, la ocasión de una oferta o una solicitud de soborno. Y el funcionario honesto tendrá tenencia a la vacilación, cuando no a la parálisis, por temor de que su buena disposición hacia tal o cual proyecto sea interpretada como producto de alguna oscura transacción.

(1) El desprecio por los mercaderes y por el trabajo es algo tan arraigado en las culturas hispánicas que el mismo Francisco de Miranda, tan lúcido por otra parte sobre las ventajas de la libertad sobre el despotismo, no advierte la vinculación en el desarrollo de las instituciones políticas anglosajonas entre las garantías a la propiedad privada y la estima por la industria y el comercio por una parte, y los progresos de la libertad por otra parte. Durante su permanencia en Boston en 1784, tuvo ocasión de asistir varias veces a las sesiones de la Asamblea Legislativa del Estado de Massachussets, y el espectáculo de aquellos artesanos de origen humilde ocupados con alguna torpeza en una tarea tan exaltada, tan noble, choca si no con la razón, sí con la sensibilidad hispanoamericana de Miranda, escandalizado tanto por las materias, según él intrascendentes discutidas por la Asamblea, como por su composición, lo cual no lo sorprende "si consideramos que toda la influencia dada por su Constitución a la propiedad, los diputados no deben ser por consecuencia los más sabios… ni otra cosa que gentes destituidas de principios, ni educación: uno era sastre hace cuatro años, otro posadero,… otro herrero, etc, etc". (Francisco de Miranda, Archivo (Viajes, Diarios), Caracas, Editorial Sur-América. 1929, Tomo I, p. 317). En el mismo Boston, Miranda había encontrado en Samuel Adams igual repugnancia (afortunadamente para los nacientes Estados Unidos, tan excéntrica como el jacobinismo de Adams) por la falta de nobleza de la Constitución norteamericana:

"A dos objeciones que le propuse sobre la materia, manifestó convenir conmigo: la primera fue que como en una democracia cuya base era la virtud, no se le señalaba puesto alguno a ésta, y por el contrario todas las dignidades y el poder se daban a la propiedad (ibid., p. 314).




Extraído del libro "Del buen salvaje al buen revolucionario" de Carlos Rangel












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