John Lennon: asesinar el símbolo (1980)

Autor: Enrique Santos Calderón

Woody Allen lo había previsto. Se lo imaginó, lo anticipó y lo plasmó magistralmente en su película Recuerdos, cuando sueña que un fanático suyo le desgaja tres tiros después de decirle que le fascinan todas sus películas. Woody Allen vive torturado por la celebridad. Que lo persigue por todos lados, y Recuerdos describe sus riesgos mortales. Los hechos le han dado la razón mucho antes de lo pensado, y más allá de lo que se hubiera podido imaginar.

John Lennon, asesinado de cuatro balazos por un hincha a quien le había firmado a regañadientes un autógrafo. Los nuevos peligros de la celebridad, se dirá. La amenaza siempre presente de toparse con los psicópatas que tratan de apuñalar Papas o desfigurar Monalisas. De volverse, ellos también, célebres.

Pero el hecho es que han asesinado a John Lennon, el más talentoso de los Beatles. Y, con él, a todo un símbolo y una identidad. Parte del alma nuestra. Para quienes aprendimos a descubrir facetas de la vida y del mundo con los Beatles, es difícil no sentir en carne propia esta muerte abrupta y violenta: no experimentar una extraña sensación de vacío.

Muerte que nos obliga a volver sobre nuestro pasado, al que están tan vitalmente ligados: A Hard Day’s Night, o Sgt. Pepper, o Abbey Road, o tantas otras canciones o álbumes que evocan todos un periodo determinado, una vivencia particular.

Los Beatles fueron un fenómeno que, como tanto se ha dicho, trascendió clases, edades y fronteras. Pero que afectó de un modo especial a quienes coincidimos generacionalmente con ellos. Tal vez porque los sentimos más de cerca.

En lo musical, y también en lo humano, personificaron lo mejor de esa utopía un poco anglosajona que fue la rebeldía, el cambio caótico y la libre creatividad de los años sesenta.

Pero más que el pelo largo que inauguraron con tanto estruendo, o que la etapa psicódelica de las drogas, o la contemplativa de la meditación, o la del compromiso político durante la guerra del Vietnam, fueron la síntesis y proyección de “algo” –afortunadamente no muy definible– que cambió la actitud de toda una generación. Expresaron incluso el reflujo y el llamado egocentrismo de la década del setenta, en su disolución como equipo, en la escogencia de caminos individuales y, sobre todo, en su silencio.

Y ahora, en los ochenta, John Lennon, quien fue siempre el elemento clave de ese fenómeno cultural que eran los Beatles, su “cabeza pensante”, el más atrevido y brillante, quería volver con nuevos mensajes. Luego de cinco años de silencio total y reclusión doméstica (“era un ama de casa perfecta”, decía), acababa de sacar un disco, Double Fantasy, dirigido, según su última entrevista, “a quienes crecieron conmigo”.

Se trata, como podría suponerse, de un balance maduro y reflexivo de su vida. Una letra hermosa, una música regular y la infalible presencia de Yoko Ono, quien acapara la mitad del disco con su monótono sonsonete. Lo asesina, pues, un “devoto suyo desde los 10 años”, según cuentan las agencias, precisamente cuando salía de la concha luego de largos años de resistir las incesantes presiones del “show business”, de negativas rotundas a figurar en público y de rechazar tentaciones de toda clase (¿Por qué no un disquito este año?). Se puede alegar, claro, que con 30 millones de dólares de patrimonio, sabiamente administrados por la sagacidad japonesa de Yoko Ono (ella se ocupaba “de los bancos y esas cosas” y John de su hijo y de la casa), toda presión era fácil de resistir.

Pero es más que eso. Hay que creerle cuando dijo que estaba aprendiendo a “escuchar de nuevo”, a ser John Lennon, a buscar raíces, a tomarse, en fin, a los 40 años, “su tiempo” antes de que fuera demasiado tarde. Ese tiempo se le acabó en el momento menos pensado, pero ésta es apenas una de las muchas ironías en la muerte violenta de John Lennon, ese apóstol de la paz.
También se puede decir que su muerte corresponde al tipo de música, de vida y de actitudes que ellos habían desencadenado.

Pero tampoco sería justo. Lennon nunca incitó a la violencia, ni se suicidó, ni pereció por sobredosis de drogas como una Janis Joplin, un Jimi Hendrix o un Jim Morrison. Lo que lo acabó no fue la vida rápida a la que cantaba Morrison en “de aquí no sale nadie vivo”, aludiendo al mundo frenético del rock.

En el momento en que se cruzó con Mark Chapman, Lennon era un o de equilibrio emocional y de paz espiritual. Fue sencillamente la primera estrella del rock que muere asesinada y, no por casualidad, una de las más grandes. La primera, aunque posiblemente no la última. Porque estas cosas prenden. Y en materia de asesinatos espectaculares era el único que estaba faltando en Estados Unidos.

Si lo que buscaba era inmortalizarse, el joven Chapman escogió bien su víctima: al Beatle que era. No hubiera sido lo mismo con Ringo Starr, ni con George Harrison, ni incluso con Paul McCartney, todos ablandados y mediocrizados, un poco fofos, con la prosperidad y el conteo implacable de los años. Lennon estilizado y ascético, nunca perdió su rebeldía inicial, ni su capacidad para burlarse del éxito y de su propia imagen. De hecho, siempre reivindicó su origen de muchacho semi-lumpen de lúgubre barriada obrera de Liverpool, abandonado por el padre a los tres años y huérfano a los catorce cuando su madre murió arrollada por un bus.

Working Class Hero y Mother –de las primeras canciones que sacó solo, luego del rompimiento– evocan con nostalgia, amargura y mucha fuerza este periodo de su vida.

Los Beatles en general, y Lennon en particular, transitaron por etapas muy diversas y casi contradictorias en su vida. Lo normal en quienes de tocar en bares de mala muerte en el Hamburgo de 1958 pasaron a convertirse en semidioses de la juventud en 1965, con 250 millones de discos vendidos. Y John Lennon vivía con especial intensidad cada fase de su vida, aunque la una no fuera la consecuencia lógica de la otra. De esa arrogancia, siempre burlona, que lo llevó a decir que ellos eran “más conocidos que Jesucristo”, pasó a la humildad oriental bajo la tutela constante de Yoko Ono.

Esta enigmática japonesa fue una influencia decisiva en su vida. Para bien o para mal, porque aquí se dividen las opiniones. Fue quien lo lanzó a la búsqueda de sí mismo: “Tú eres John Lennon.
Tú eres John. Eres Lennon. Antes de ser un Beatle. Antes y después”. Yoko se le volvió tan indispensable que en su última entrevista radial, pocas horas antes de su muerte, Lennon decía que aspiraba a morir antes que Yoko porque “no sabría sobrevivir sin ella”.

Tan aguda dependencia, muy manifiesta en los últimos años, despierta explicables sospechas machistas. Sobre todo cuando Yoko insistía en figurar en absolutamente todos los aspectos de la vida de Lennon, en sus discos, en sus entrevistas, en sus negocios. Pero era él quien se encargaba de advertir: “Es John Lennon y Yoko Ono”. Los otros Beatles nunca la quisieron y Paul McCartney llegó a detestarla. Presumiblemente por la manera como lo absorbió y lo sustrajo del mundanal ruido.

Y ya no se sabrá qué nos quería decir John Lennon ahora que se había decidido a grabar de nuevo. Double Fantasy es apenas un avance fugaz, y algo decepcionante, para decir verdad. Y es que Yoko Ono, pese a todos sus cuidados orientales, no pudo sustraerlo de la realidad real. De esa realidad absurda, violenta e inesperada que se encontró en la forma de un celador desempleado frente a su apartamento la noche del 8 de diciembre.
Una muestra contundente de lo que significaba John Lennon ha sido la repercusión internacional de su muerte. Ese día, el mundo entero se olvidó por un momento de la inflación y de la crisis del petróleo, de Reagan y de Brezhnev. Y en la Unión Soviética, donde los Beatles eran inmensamente populares entre la juventud, y relativamente tolerados entre el gobierno (habían sido “consecuentes” durante Vietnam), Tass dedicó un artículo desacostumbradamente largo a comentar el hecho.

Claro que el fenómeno amenaza con convertirse en lo que el hombre más rechazaba. Sobre su cuerpo aún caliente, la industria cultural del “pop” ha desatado ya una ruidosa –y jugosa– campaña de mistificación. Ya los “mass media” no encuentran qué otra anécdota de su vida contar, qué nuevo adjetivo colgarle. Lloverán los afiches, biografías, viejos discos, entrevistas de Yoko y de medio mundo, artículos como éste, en fin, todo sobre la vida y milagros de quien nunca quiso ser víctima de su imagen. Es más, sobre quien despreciaba su propia popularidad y toda la parafernalia seudointelectual que la alimentaba.

“Detesto el culto de los héroes muertos” –dijo Lennon en una entrevista de refiriéndose a James Dean, Jim Morrison y John Wayne–, “admiro a los que sobreviven”. Es la doble ironía de su muerte. Tenía una fe arrolladora en la vida y no logró sobrevivir. Despreciaba los cadáveres ilustres y ya se convirtió en el más célebre de los ídolos muertos.

Extraído del libro “Fiestas y funerales” de Enrique Santos Calderón.












Publicación de JEGM © Copyright 2004 JEGM ®
“Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”
[Art. 19 - Declaración Universal de Derechos Humanos]
Comunícate con nosotros: jesusgonzalez [en] gmail.com
Los Grandes Soñadores Nunca Duermen
Big Dreamers Never Sleep
:. Caracas_Venezuela_South America .:
TODO ES CULTURA
CULTURA ES TODO

http://jesusgonzalez.blogspot.com

0 comentarios: