La democracia liberal: sus enemigos y sus posibilidades

Autor: Carlos Alberto Montaner

Mis amigos liberales peruanos y argentinos me han invitado a Lima a analizar los graves problemas por los que atraviesa el liberalismo en América Latina, y lo primero que advierto es que esta convocatoria no deja de tener un sesgo irónico por dos razones fundamentales: hace unos años, en esta misma ciudad, al calor de lo que entonces parecía la imparable victoria de Mario Vargas Llosa, celebramos un seminario internacional con el que pensábamos coronar una fecunda labor de formación política. En aquel entonces el Movimiento Libertad, con Mario a la cabeza, aparentemente había hecho el milagro de transformar la cosmovisión del pueblo peruano, y el país entraba en una fase de absoluta modernización de los esquemas ideológicos prevalecientes.

El fenómeno no era tan extraño –y aquí viene la segunda paradoja–, pues más o menos por aquellas mismas fechas Francis Fukuyama proclamaba el triunfo imbatible de la democracia liberal y el hundimiento definitivo de las corrientes de pensamiento afincadas en la mitología marxista. Era el fin de la historia, como todos sabemos. Sólo que las cosas no sucedieron exactamente así en América Latina. En América Latina la historia siguió su errático rumbo de marchas y contramarchas.

En efecto, lo que en América Latina podemos comprobar no es el triunfo avasallador de la democracia liberal, sino el regreso de diversas expresiones del populismo y del mercantilismo en países como la Venezuela de Caldera o el Brasil de Collor de Mello, y del autoritarismo, como sucedió en el propio Perú del Presidente Fujimori, autor de un incalificable golpe de Estado, que luego, afortunadamente, se disipara en posteriores consultas populares.

¿Por qué cambia la percepción política?

¿Por qué ha ocurrido en América Latina este aparente retroceso en la implantación del liberalismo? ¿Era un falso espejismo lo que sentíamos en abril de 1990 quienes concurrimos al seminario organizado por el Movimiento Libertad?

Creo que para contestar esa pregunta hay que comenzar por responder otra: ¿por qué los pueblos cambian cada cierto tiempo su modo de percibir la realidad política, su diagnóstico sobre los problemas que los aquejan, y la terapia que recomiendan?

Probablemente, la adopción de una cosmovisión diferente no es tanto la consecuencia de un análisis meditado sobre el nuevo corpus teórico que nos proponen, sino el resultado de un proceso mucho más elemental y comprensible: porque el modelo de Estado vigente, ése en el que vivimos, deja de ser razonablemente eficiente. El cambio surge porque el antiguo régimen comienza a presentar síntomas de ser incapaz de resolver los inevitables conflictos de la sociedad con un mínimo de eficacia.

Las democracias liberales surgieron como una respuesta al fracaso y a la creciente inadecuación de las monarquías absolutistas, pero hay que aceptar, humildemente, que el triunfo del liberalismo, como el de cualquier otra tendencia dominante en la historia, es siempre parcial y – si se quiere cíclico, o sujeto a lo que los economistas llaman «diente de sierra»; es decir, períodos de alza y períodos de baja. Ahora estamos, en ciertas regiones del planeta, en una fase de rechazo o abandono, hasta que la mayor parte de la sociedad, guiada por el mecanismo de tanteo y error, descubra la veracidad de aquello que Churchill aseguraba: «la democracia (liberal) es el peor sistema con excepción de todos los demás». Y hay que entender, pues, que carece de sentido proclamar la victoria permanente de cualquier modo de convivencia social.

Supongo, pues, como suponía Spencer, que la evolución política y económica de los pueblos también responde a una especie de oculto mecanismo de selección natural, regido por la razón, aunque no de manera evidente: una evolución mucho menos «natural» que la que acaso rija en las mutaciones de las especies, pero –en todo caso igualmente fundamental. Lenta y parcialmente, con altibajos, como sucede casi todo bajo el sol, se va abriendo paso y triunfa, aunque siempre temporalmente, el sistema que parece capaz de superar las dificultades generadas por el propio cambio de la sociedad.

No me refiero, por supuesto, a la existencia de rígidas leyes que gobiernan la historia, a la manera hegeliana o marxista, sino a algo menos pretencioso y mecánico: a la resignada admisión de que hay ciertos hechos trascendentales que exigen o provocan cambios en las formas de gobierno. Y se podrían poner cien ejemplos, pero para nuestros propósitos bastaría recordar la aparición de la agricultura, del alfabeto, de la imprenta, de las máquinas de vapor, de la electricidad, de la industrialización o de las computadoras que tan vitales fueron –por citar un episodio concreto– en la derrota tecnológico político económica de los regímenes marxista-leninistas.

Los antropólogos aseguran –por ejemplo– que el tránsito de la banda nómada a la tribu sedentaria establecida en un territorio, dio paso al surgimiento de un caserío rudimentario, formado por 100 ó 150 individuos, que apenas necesitaban poco más que un jefe como toda organización para la convivencia. Pero en la medida en que el crecimiento demográfico y la necesidad de bosques para la caza o tierras para la labranza fueron cambiando el perfil de la comunidad y agregando otras tribus al grupo original, surgieron formas de Estado notoriamente más complejas, con reglas y personas dedicadas a realizar ciertas funciones específicas: es decir, funcionarios en todo el correcto sentido de la palabra.

Las contradicciones del liberalismo

Nada de esto, desafortunadamente, explica con claridad lo que nos ocurre en América Latina: en nuestro continente están dadas todas las condiciones para el cambio de mentalidad y para la admisión de la buena nueva liberal –por utilizar la expresión de los Evangelios–, pero no hay duda de que el liberalismo no termina por seducir a nuestras gentes como ocurre, por ejemplo, en Europa y Estados Unidos, zonas en las que hoy predominan las ideas liberales de una manera hegemónica y en casi todo el espectro político.

¿Quiere esto acaso decir que el liberalismo es una manera de entender las relaciones sociales sólo apta para el Primer Mundo? A fin de cuentas, parece haber una adecuación casi milimétrica entre desarrollo y democracia liberal, pues, como es indiscutible, las veinte naciones más prósperas y felices del planeta, acosadas por decenas de millones de aspirantes a inmigrar a ellas desde todos los rincones de la tierra, son veinte democracias liberales en las que se conjugan con razonable armonía el Estado de Derecho y la economía de mercado.

¿Será que sólo se puede acceder a la democracia liberal –como alguna vez barruntó un economista americano– tras pasar el umbral de cierto per cápita que entonces, fines de los años 50, se situaba en algo así como en mil dólares? O, por el contrario, ¿será que la democracia liberal es lo que nos permite alcanzar un cierto nivel de prosperidad dentro de una atmósfera general de consenso y aprobación del sistema en el que vivimos? Me inclino a pensar que lo segundo es lo correcto, pero eso nos precipita a preguntarnos ¿por qué en América Latina hay una condena, a veces visceral, a las fórmulas propuestas por el liberalismo?

Más grave aún: en América Latina quizás nos encontremos ahora en un confuso punto de nuestra historia, en el que se rechazan las ideas marxistas y se admite el fracaso de las fórmulas socialdemócratas, pero simultáneamente se considera que el recetario liberal es también negativo. Parafraseando a Fukuyama, en América Latina no hemos alcanzado el fin de la historia, sino el fin de las ilusiones políticas, lo que es mucho más grave. Y quizás la tarea más urgente de los liberales consista en resolver este trágico problema y aportar a nuestros contemporáneos latinoamericanos una visión basada en nuestra concepción de las relaciones humanas; una visión coherente y esperanzada del futuro.

Una visión liberal

En todo caso, este desconcierto que se observa en los pueblos latinoamericanos se deriva de una conclusión errónea que es fundamental que se desestime si alguna vez queremos ocupar el puesto que nos correspondería dentro de la civilización occidental si fuéramos capaces de actuar correctamente.

Lamentablemente, cuando las masas latinoamericanas analizan su miseria y su violencia, o el desastre institucional en el que viven, incorrectamente lo atribuyen a un sistema que confunden con la democracia liberal. Y aunque resulte doloroso, es conveniente admitirlo: intuitivamente, para muchos latinoamericanos, el liberalismo es la tremenda desigualdad entre ricos y pobres, es la corrupción de nuestros políticos, es el egoísmo, es la explotación inicua y, es, en suma, el peor perfil de la sociedad en la que ellos viven. Es verdad que pueden llegar a creer que el populismo es despilfarro y corrupción, irresponsabilidad e ineficacia en la gestión pública, e –incluso– también pueden rechazar y condenar la opción propuesta por los radicales marxistas, pero eso sólo los deja con una sensación de impotencia y frustración que suele conducir al cinismo y a la aceptación de otras vías autoritarias de gobierno. Esas masas descreídas lo que quieren es orden y prosperidad, y sienten que ninguna de esas dos cosas se las garantizan las fórmulas políticas que les proponen los grupos dirigentes de las tendencias convencionales.

De ahí que nuestra más urgente aunque muy difícil tarea como liberales, sea precisar una visión de conjunto capaz de dotar a nuestras sociedades de los instrumentos necesarios para juzgar correctamente los problemas que sufren y recomendar soluciones creíbles y satisfactorias. Tenemos, pues, que revitalizar el discurso político y persuadir a nuestros coetáneos de que los pesares que los afligen no se derivan de la democracia liberal, sino precisamente de su ausencia; pero para eso es muy importante poder explicar coherente y sencillamente qué es la democracia liberal y brindarles nuestra visión de las relaciones humanas.

¿Cómo simplificar esa visión liberal sin caer en el error de puerilizar el mensaje? Tal vez explicando que la democracia liberal se compone de tres pilares perfectamente separables y en cierta medida independientes: hay una ética liberal, esto es, unos valores morales, una idea sobre cómo deben ser los vínculos de los miembros que componen la sociedad; hay una idea económica liberal que prescribe la fórmula más idónea para que las transacciones que realizan las personas generen la mayor cantidad posible de riquezas para los individuos y para la colectividad; y hay una idea jurídica liberal o un método que regula las relaciones humanas con arreglo a lo que pretende nuestra ética; un método que también establece las bases para que se realicen las transacciones de acuerdo con las normas más convenientes para la economía.

De manera que la transmisión de la visión liberal hay que hacerla teniendo en cuenta esos tres campos del conocimiento. Si hablamos de ética liberal es básico que se respeten las libertades individuales, los Derechos Humanos y todo aquello que garantiza la dignidad de la persona frente a las posibles injurias que pueden infligirle la colectividad o el Estado; hay que explicar por qué la tolerancia y el estar siempre dispuestos a convivir con aquello que no nos gusta debe ser la divisa irrenunciable de todo liberal.

Obviamente, de la misma manera que los liberales debemos aclarar por qué la ética que propugnamos se asienta en la defensa de los derechos del individuo, es importante advertir que sólo resulta posible la supervivencia de una sociedad de este género si las personas también asumen conscientemente sus responsabilidades. No todo, pues, son derechos. Los deberes forman parte de la ecuación liberal y en una proporción similar. Sin libertades no hay democracia liberal, pero tampoco la hay si no prevalece una ética de la responsabilidad individual. Formar ciudadanos que entiendan la importancia de este balance es una de nuestras tareas más serias y trascendentes.

La idea económica del liberalismo engarza coherentemente con la ética que propugnamos. La libertad –y ésta es una frase hecha que me gusta repetir– no es un subproducto de la prosperidad, sino por el contrario, constituye su componente básico. Sin libertad no hay prosperidad porque la libertad nos da la capacidad de examinar sin temores los problemas que nos afectan. La libertad es, también, la posibilidad que tenemos de hacer una constante auditoría al mundo en que vivimos. Escudriñarlo, acercarnos a él con una lupa y proseguir hacia el progreso desechando lo que es erróneo o inconveniente, y reiterando lo que nos beneficia.

No es éste, por supuesto, el lugar para hacer la descripción de la idea económica liberal, pero desde la Escuela de Viena hasta nuestros días de Mises y de Hayek, de Friedman y de Buchanan, no hay duda de que el pensamiento económico de los liberales ha adquirido una extraordinaria complejidad y fortaleza. Lo que en el siglo pasado se daba como hipótesis inteligente, en nuestra época ha podido demostrarse fehacientemente: es en el libre mercado donde los procesos económicos se mejoran y perfeccionan, enriqueciendo a los pueblos de manera paulatina.

El Estado de Derecho

No obstante, donde la democracia liberal tiene su punto más sensible, su más robusto pilar es en las ideas jurídicas que sustenta. ¿Por qué pudo resurgir el liberalismo a fines del siglo XX si durante casi 60 ó 70 años se proclamó la muerte de esa manera supuestamente decimonónica de entender los fenómenos económicos y políticos? La respuesta es ésta: porque el auge del marxismo y de las ideas socialistas no consiguió desterrar de la conciencia de los seres humanos los aspectos éticos y jurídicos defendidos por el liberalismo. Durante un tiempo se negó la teoría económica generada por el liberalismo, pero en modo alguno fueron desterradas las ideas morales o jurídicas impulsadas por la gran corriente liberal, y esto hizo posible, cuando se produjo el fracaso del modelo socialista, que resurgiera, casi intacta, pero enriquecida con nuevas reflexiones, la propuesta económica de los liberales.

Y tal vez no sea exagerado afirmar que el aspecto más importante del liberalismo es su concepción jurídica: concretamente, la idea de que los hombres y mujeres deben regir su comportamiento de acuerdo con las normas libremente fijadas en un Estado de Derecho. Un Estado de Derecho que voy a describir con las palabras del escritor catalán Salvador Millet i Bel:

(...) yo me atrevería a definirlo diciendo que es exactamente lo contrario de un estado providencia o de un estado benefactor. Un Estado de Derecho es aquel en el que las leyes no se fijan con el objetivo de obtener unos fines determinados de tipo económico o social, que no van encaminadas a conseguir una modificación de la sociedad de acuerdo con ciertas ideologías –detrás de cuyas leyes existe siempre el afán de obtener votos para seguir disfrutando del poder– sino que, en cualquier caso, se dictan con el único deseo de conseguir el triunfo de una mayor justicia. El Estado de Derecho es aquel en el que las leyes positivas emanadas del Estado se hallan fundadas en el derecho natural; es aquel en el que las leyes no constituyen un instrumento del estado sobre la sociedad civil, sino un medio encaminado a su defensa y potenciación; es aquel en el que las leyes limitan de forma real y efectiva el poder del estado; es, en definitiva, un estado en el que se ha pasado de una sociedad política dominada por el poder, a una sociedad civil regida por el derecho. Más sucintamente todavía: el Estado de Derecho es aquel en el que los derechos inviolables de la persona humana se hallan, en todo momento, por encima de los derechos del estado; es aquel en el que el derecho está por encima de la política.

A todo esto también se le ha llamado constitucionalismo: la sociedad plasma en una Constitución los límites del Estado –cuando el texto se ha concebido dentro de la cosmovisión liberal–, y no intenta con él decidir el curso de la historia o el destino del pueblo. Esa es una incógnita que hay que despejar todos los días; un horizonte ignoto que se va persiguiendo de forma impredecible por la libre acción de los ciudadanos.

¿A dónde nos lleva esta reflexión sobre el constitucionalismo y el Estado de Derecho? A una conclusión extraordinariamente importante: para evitar los sobresaltos y la violencia, para impedir los actos de fuerza que rompen la difícil e inestable armonía de las sociedades, es fundamental contar con un Estado de Derecho abierto a cualquier posible evolución dictada por los cambios que la historia nos proporciona. Sólo sobreviven los estados que pueden y saben cambiar.

Los valores morales que proclama y defiende el liberalismo tal vez contribuyan al ennoblecimiento de la convivencia, las ideas económicas y legales del liberalismo es posible que nos traigan la prosperidad, pero tanto la prosperidad económica como la convivencia libre y pacífica estarán siempre en peligro si todo ello no se enmarca dentro de un flexible Estado de Derecho que posibilite el desenvolvimiento de esa sociedad abierta que nosotros defendemos y proponemos.

¿Por qué ha podido sobrevivir una nación como Estados Unidos, absorbiendo el impacto tremendo de cuadruplicar su territorio en pocos años, multiplicar por 20 su población original, recibir decenas de millones de inmigrantes de diverso origen y asumir o generar todo tipo de ciencia y tecnología capaces de cambiar la entraña de la sociedad? Por una razón: porque el Estado de Derecho, la forma, no obstaculizaba sino conducía los estremecedores cambios de rumbo a los que el país se sometía. El Estado de Derecho, siempre adecuado a los cambios, no se oponía al ritmo autónomo de la civilización, sino le servía de hilo conductor.

De ahí la ingenuidad latinoamericana que consiste en querer saltar al futuro, ignorando la existencia de un verdadero Estado de Derecho. Es ése un inmenso error estrepitosamente cometido en Perú por el ingeniero Alberto Fujimori error que en América Latina suele verse tanto en la derecha reaccionaria como en las izquierdas revolucionarias: creer que hay atajos, caminos secretos hacia la prosperidad y el desarrollo; suponer que hay senderos que no pasan por la humilde aceptación de los códigos legales.

El Estado de Derecho debe ser un conductor de las tensiones de la sociedad, y de las tendencias que muestra la historia, y tiene que ser, además, un mecanismo para resolver de manera inequívoca el más trascendental de los conflictos que afecta a la civilización tras la desaparición, al menos en nuestro ámbito, de las monarquías hereditarias: cómo transmitir la autoridad y el poder sin violencia y sin sangre, de una manera aceptablemente razonable.

De nada vale destruir o ignorar el Estado de Derecho por el espejismo de que es el camino más rápido hacia un mejor destino. Eso es invariablemente falso, porque deja fuera de la ecuación el elemento de la sucesión y coloca todos los actos de gobierno bajo el signo de la ilegalidad y la ilegitimidad, factor que suele convertirse en elemento de destrucción y atraso de lo mucho o lo poco que se avanzó durante el período de excepción.

La necesidad de persuadir

Por supuesto, la existencia de un Estado de Derecho, por sí misma, no garantiza la estabilidad, la continuidad democrática y la transmisión organizada de la autoridad. Hacen falta otros elementos, otros vectores capaces de canalizar las voluntades democráticas y, entre ellos, el más urgente lo constituyen los partidos políticos. Partidos políticos fuertes, que no estén supeditados a la existencia del líder que los encabeza, para que no se destruyan cuando desaparezca el fundador, sino que representen una corriente real de la opinión pública.

Y ni siquiera esto quiere decir, naturalmente, que la existencia de partidos políticos con estas características garantice el pleno ejercicio de la democracia liberal, sino que este factor contribuye a que este modo de convivencia pueda prevalecer, porque sin partidos políticos la construcción y la permanencia de la democracia liberal resulta muy difícil, como se observa en países como Brasil y el propio Perú, en los que la ciudadanía no encuentra cauces claros y adecuados para defender sus intereses, derechos y valores.

De manera que la tarea que los liberales latinoamericanos tenemos por delante es ardua y compleja. En primer lugar, debemos proponer una visión coherente de la sociedad, establecer un diagnóstico de los males que nos afectan y proponer una cura. Pero ésa es sólo una parte de la tarea: enseguida se nos echa encima la responsabilidad didáctica. Tenemos que ser capaces de persuadir a la ciudadanía de que esa visión del mundo, ese diagnóstico y esa terapia son los adecuados para conseguir superar los problemas que nos afectan y marchar hacia un mundo más seguro y placentero.

¿Cómo se lleva ese mensaje a las masas? En primer lugar, es evidente que el mensaje hay que adaptarlo a diferentes auditorios. No es lo mismo un universitario al que podemos exponerle sin tropiezos las ideas de Hayek o de Buchanan, que un campesino analfabeto o poco instruido que no puede entender esas abstracciones complicadas.

Afortunadamente, la pedagogía tiene una respuesta para esto: más que a la teoría, hay que recurrir a los ejemplos. Para que la labor educativa, para que la tarea de convencimiento sea eficaz, mucho mejor que una demostración matemática, es la descripción de un episodio liberal exitoso. Es muy probable que casi nadie entienda el modelo matemático con que se explica la velocidad con que se mueve la masa monetaria, tema predilecto de algunos liberales, pero la sencillez irrebatible del caso de Hong Kong, o el de Chile, puede abrirles las entendederas a muchas personas de escaso nivel intelectual.

Es decir: como parte de su estrategia los liberales tienen que dar la batalla por transmitir su cosmovisión a una mayoría significativa de la sociedad. ¿Cómo? Tal vez en América Latina lo más sencillo y urgente sea iniciar un gran debate sobre por qué son pobres nuestros países. ¿Por qué es pobre Perú con su gran extensión poco poblada, su riqueza en minerales, las posibilidades de su agricultura y de su pesca? ¿Por qué es pobre Venezuela, tal vez el país con más riqueza potencial del planeta? ¿Por qué es pobre Colombia, pese a sus riquezas naturales, la laboriosidad de su gente y la buena preparación de su clase empresarial?

Un debate de esta naturaleza, iniciado por los liberales en la radio, la televisión y los periódicos, nos llevaría de la mano a la respuesta que queremos: nuestros pueblos son pobres porque han olvidado los principios básicos de la economía liberal, porque se han burlado los principios jurídicos que propugna el pensamiento liberal, y porque no han suscrito con el compromiso necesario los valores que sustenta el liberalismo.

Una sociedad dispuesta a vivir con arreglo a la tolerancia y el respeto a la libertad individual; decidida a no salirse de los límites del Estado de Derecho y organizada en torno al modelo económico liberal, prosperará y tendrá éxito de forma creciente, y sabrá asimilar los períodos de
depresión y crisis con lógicas esperanzas en su capacidad para superar los inevitables problemas que surgirán en el futuro.

Y en este punto me gustaría retomar el ejemplo de Estados Unidos: para que perdure la sociedad liberal, para que se prolongue en el tiempo y las generaciones se enlacen dentro del mismo sistema sin fracturas peligrosas, sin rupturas suicidas, es importante tener éxito. La democracia liberal no es un sistema bueno per se. Es un sistema bueno por sus resultados. Y cuando los resultados no son los esperados durante un tiempo prolongado, la tendencia natural de la sociedad es la de buscar otro modo de organizar la convivencia.

Si en Estados Unidos la democracia liberal ha durado más de 200 años, es, qué duda cabe, porque hay un Estado de Derecho capaz de asimilar los cambios; es, también, porque hay partidos políticos que le ponen cauce a las ambiciones, los intereses y las pasiones de las personas; pero es, por encima de todo, porque en ese país el sistema le ha traído a la sociedad unas cotas crecientes de riqueza y bienestar tanto material como espiritual.

Lo que no podemos aspirar es a que el sistema funcione mal durante largos períodos, y las gentes muestren su aquiescencia y su deseo de conservarlo. Pretender eso es ignorar los rasgos más típicos de la naturaleza humana.

¿Qué hacer, en suma, para impulsar el liberalismo en América Latina? Primero, concretar nuestra visión y transmitirla a los distintos niveles de la sociedad; segundo, crear un partido que sirva de gran vector para estas fuerzas; y –tercero– cuando se llegue al poder, demostrar en la práctica lo acertado de nuestras ideas, porque sólo así conseguiremos que prevalezcan. Sólo el éxito, sólo la constatación de que cada día estamos un poco mejor, permitirá que la democracia liberal no caiga frente al asedio de sus incansables enemigos.

Lima, 4 de septiembre de 1994

Extraído del libro "LIBERTAD: LA CLAVE DE LA PROSPERIDAD" de CARLOS ALBERTO MONTANER










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