El Zulia, puente sobre el desvelo poético

Autor: Hesnor Rivera

Antes de que el petróleo internacionalizara el nombre de Maracaibo y su lago, las andanzas de bucaneros, corsarios y piratas del siglo XVII se habían encargado de sembrarlo en la imaginación de poetas y narradores, a través de cuyas obras la fantasía, con hambre de aventuras, de muchos lectores en el mundo, lo seguiría manteniendo como denominación más o menos asociada a la de cualquier riesgo con visiones exóticas.

En realidad, hoy por hoy, mencionar el nombre de Maracaibo y el del lago, en cuya costa occidental la ciudad ha tejido su mundo, equivale a despertar en la memoria del interlocutor de París, de Nueva York, de Londres, Roma o Moscú, imágenes tan antiguas como las de las sangrientas correrías de un Francisco L'Olonais y un Henry Morgan, a comienzos de la segunda mitad del siglo XVII -realzadas hasta el término de la heroicidad por la cinematografía más o menos reciente-, o imágenes más cercanas de esa otra forma de aventura, llena igualmente de enriquecimientos súbitos, que ha sido y todavía es la explotación del petróleo que mueve las economías del mundo moderno.

Esas imágenes, inspiradas en hechos ocurridos hace ya más de cuatro siglos, tienen, como denominador común, un escenario único: el Lago de Maracaibo, esa inmensa masa de agua salobre -tal como se regodean en decirlo geógrafos, geólogos, antropólogos y turistas- con 13 mil kilómetros cuadrados de superficie, distribuidos de sur a norte, en forma de guitarra o de bandola. En tal escenario, además, el trópico tiene levantadas, sin permiso de nadie, tal como corresponde a la naturaleza, algunas de las más hermosas tiendas de sus grandes espectáculos.

Antes de que Alexandre Exquemelin, cirujano-barbero de L'Olonais y de Morgan, describiera en «Piratas de América», la temeraria entrada en el lago y el asalto de la ciudad de Maracaibo y la de Gibraltar al sur, llevadas a cabo por los dos piratas en 1667 y 1669, el lago mismo había sido el centro natural de un extraordinario suceso emparentado con el mundo maravilloso, algunas veces terrible del romance caballeresco medieval. En efecto, tras aquel 24 de agosto -día de San Bartolomé- de 1499, en que Alonso de Ojeda descubre el lago, y su ilustre acompañante Américo Vespucio da el nombre de Venezuela -Pequeña Venecia- a la población de palafitos indígenas vista en la costa, mientras el cartógrafo Juan de la Cosa toma datos para el primer mapa de la región que aparecerá impreso un año más tarde, los descubridores decidieron llevarse en sus naves a varias indias, como botín de su hazaña. Entre ellas, estaba la que se llamaría Isabel, la muchacha seguramente de la raza guajira, capaz de inducir a Alonso de Ojeda a convertirla en su legítima esposa, 20 años antes de que Hernán Cortés viviera la aventura, no poco interesada, de sus amores con Marina en el país de los aztecas. Años más tarde, en 1510, durante la batalla en que muere flechado Juan de la Cosa por los indios de Cartagena, resulta herido Ojeda y el capitán descubridor del Lago de Maracaibo se va a Santo Domingo, donde terminará sus días al lado de su esposa, la india Isabel, y los dos pequeños hijos del matrimonio.

También la independencia de Venezuela iba a ver, en el inmenso teatro de agua del lago, representada la proeza final que le permitió convertirse en realidad política ante el mundo. En las aguas del lago, el 24 de julio de 1823, colombianos y venezolanos identificados entonces como un solo pueblo, libraron la batalla naval que acabó con la hegemonía española sobre el territorio de Venezuela.

En la segunda y en la tercera décadas de este siglo, desde los alrededores y desde la entraña misma de ese monumental escenario líquido, salta ante los ojos del mundo el protagonista de una nueva epopeya: el petróleo, ese verdadero El Dorado sobre cuya amplitud caerían la voracidad y la avidez que dominan al planeta.

Físicamente hablando, el lago de Maracaibo, ese emporio de belleza del trópico visto por primera vez por Alonso de Ojeda; cruzado, como por meteoros infernales, por las naves de sangre y fuego de piratas y corsarios; atronado por los cantos de victoria colombo-venezolanos de la batalla naval, y lacerado por el taladro de perforación petrolera, hasta convertir buena parte de su costado sur-oriental en un bosque erizado de torres metálicas que llegaron a ser, en un momento dado, hasta una decena de millar, conforma una hoya hidrográfica que tiene alrededor de sesenta y tres mil kilómetros cuadrados, incluidos los trece mil kilómetros de agua del lago mismo.

El lago, esa «guitarra hombruna» que decía un poeta, está unido por su cuello, al norte, con el golfo de Venezuela y, a través de éste, con el mar Caribe. En esa parte norte, en la estrechísima boca de unión con el mar, el lago muestra las pocas islas con que cuenta: la de Providencia, poblada de vistosos cocoteros y convertida desde el siglo XIX en leprocomio; el islote de Pájaros, isla de Toas, la isla de San Carlos, asiento del castillo fuerte que se construyó para defender de los piratas la entrada al lago, vieja construcción colonial sometida hace poco a una remodelación infame, y la Isla de Zapara, a cuya altura las aguas son tan bajas que hicieron del sitio -desde antaño denominado El Tablazo- la zona más propicia para los naufragios, hasta que durante los años cincuenta se abrió un canal de navegación en la barra del lago, para facilitar los movimientos de entrada y de salida de los tanqueros petroleros y los barcos mercantes. El Golfo de Venezuela, antes de abrirse al mar, tiene a su derecha, es decir, al este, la Península de Paraguaná -del vecino estado Falcón-, con su perfil de cabeza que mantiene alborotados los pensamientos de sus médanos por la fuerza del viento que sopla desde las islas de enfrente: las antillas holandesas de Curazao, Aruba y Bonaire. A la izquierda, es decir, al oeste, la Península de la Guajira, compartida con Colombia, y el archipiélago venezolano de Los Monjes.

Desde allí, desde su estrecha boca, hasta el fondo, el lago es como una gran esmeralda que se prolonga en las tierras bajas de sus alrededores, aprisionada en un estuche de nevadas sierras por el sur, los elevados picos y páramos de la Cordillera de los Andes, en los estados Mérida, Trujillo y Táchira; de empinadas montañas al oeste, las de Perijá y Montes de Oca, lindantes con Colombia; de feraces montes al este, los de Ziruma y El Empalado, que colindan con los estados Lara y Falcón.

De la vida colonial en la ciudad, quedan pocas noticias. De las construcciones de aquel remoto pasado, quedan pocas reliquias. Apenas, la ermita de Santa Ana que data del siglo XVI y está ubicada al lado del Hospital Central, sobre la avenida del Milagro; la casa Morales o de la Capitulación, por haber sido allí donde se firmó, en 1824, el fin del dominio español sobre Venezuela. Se trata de una hermosa mansión, hoy debidamente restaurada, situada en la esquina noroeste de la plaza Bolívar, punto de referencia central de toda la ciudad. Hasta 1956, existió, al lado del convento San Francisco, en la plaza Baralt - otro centro esencial de referencia-, un viejo monasterio que sirvió de sede, a fines del siglo pasado, a la Universidad del Zulia. En el año mencionado, dicha construcción colonial fue demolida para convertir el sitio en… ¡un estacionamiento!

El panorama general del Lago de Maracaibo, su región y sus poblaciones, pone de relieve un hecho evidente: la ausencia casi total de rastros cotidianamente humanos del remoto pasado colonial, y la desaparición creciente de grandes trozos del pasado reciente, afectando a barrios de profunda tradicionalidad maracaibera, como es el de El Saladillo, que creció en torno de la basílica de Chiquinquirá, y el barrio de El Empedrao, nacido entre Bella Vista y El Milagro, alrededor de la iglesia de Santa Lucía, venerada por los habitantes de esa antigua parroquia. A esa desaparición progresiva, provocada por la modernización, comprensible desde todo punto de vista, a pesar de sus alocadas decisiones, debe obedecer el tono de nostálgica protesta de las canciones populares que se componen y se cantan en la región por estos tiempos. Sin embargo, dentro del estado Zulia y, naturalmente, dentro de Maracaibo, existen dos como suertes de reliquias vivientes y dinámicas de las épocas pretéritas más lejanas, y un recurso natural no renovable, el petróleo, sobre cuya existencia mantiene puesta la vista toda la nación venezolana, y en torno al cual se ha desarrollado la historia moderna de la región. Aquellas reliquias son de un hondo significado sociocultural, y están representadas por el habla coloquial del zuliano, y por las grandes tribus de indios guajiros que, en buena parte, viven en las tierras ancestrales del norte, las desérticas llanuras de la península guajira, mientras otra porción de ese conglomerado aborigen se ha incorporado a las poblaciones de la zona.

La otra reliquia viviente y activa del pasado más remoto, los indios guajiros, son los descendientes de aquellos aborígenes vistos por Ojeda, Vespucio y Juan de la Cosa, cuando descubrieron el lago en 1499. Hay que acercarse a ellos, a las tierras que ocupan, en condiciones casi infrahumanas, en todo el norte del estado Zulia. En poblaciones y lugares, como Paraguaipoa, Sinamaica -la de los palafitos asentados sobre las aguas de la laguna del mismo nombre-, Cojoro, Castillete, Guana, Paraguachón, Guarero, Laguna del Pájaro, etcétera, viven los guajiros observando las rigurosas reglas de organización heredadas de sus antepasados, reglas que los agrupan en tribus, clanes y estirpes, todo ello regido por un férreo matriarcado. Allí se dedican al pastoreo de ganado bovino, a la cría de caballos, cabras y ovejas, y al trabajo artesanal de vistosos y sorprendentes tapices, hamacas, bolsas y adornos diversos, fabricados de lana y coloreados con enorme habilidad mediante un manejo magistral de los tintes. Confeccionan también calzados con borlas de colores, igualmente de lana, y mantas de sencillo y primoroso diseño que son la indumentaria típica de la bella mujer guajira. Las normas que observan frente al matrimonio, frente a la muerte de parientes y amigos -complejo rito de llantos y fiestas colectivas- y frente a la justicia, son los mismos que los gobiernan desde sus orígenes.


Extraído de VERBIGRACIA N° 4, Año IV, Caracas, sábado 28/10/2000

Tributo: HESNOR RIVERA EN ÉXODO HACIA EL ENIGMA, DE VUELTA A SU CIUDAD NATIVA










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2 comentarios:

johamoncada dijo...

hOLA jESÚS! QUE MARAVILLOSOS RELATO. qUISISERA SABER EXACTAMENTE EL LIBRO Y EL AUTOS. qUISIERA CITARLO PARA UN TRABAJO, PERO NO QUIERO COMETERE UN ERROR. mUCHAS GRACIAS.

Anónimo dijo...

Quizá nunca hubiera podido tener la oportunidad de conocer Maracaibo. Pero la fotografía con la que escribe el autor me produce dos efectos, uno bueno y otro malo.

El bueno, que ya no será necesario ir. Ya lo conozco a través del relato.

El malo, rabia pura, que me han entrado unas ganas enormes de ir, y no puedo.
Se lo contaré a Celalba, a ver qué dice.
Saludos.