Española y No Latina

Autor: Carlos Rangel

Los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser. En qué consiste, exactamente, ese ser latinoamericano que compartimos desde el Río Bravo hasta la Patagonia? Una respuesta posible consiste en decir, que no hay una América Latina, sino veinte (título del libro bastante conocido de Marcel Niedergang) e inclusive echar en el saco a Brasil (y hasta a Haití). Pero todo hispanoamericano sabe, al encontrarse con un brasilero, que está frente a él, no junto a él, que no uno y otro miran el mundo desde perspectivas diferentes y eventualmente conflictivas.

En cambio, los diez mil kilómetros que separan el norte de México del sur de Chile y Argentina son una distancia geográfica, pero no espiritual.

Hay desde luego en Hispanoamérica grupos humanos marginales que habitan uno u otro de estos países sin participar en la cultura hispánica dominante. El hecho de que esos grupos sean residuos de los habitantes precolombinos, de los “dueños legítimos” del territorio, que hayan sido sus antepasados (y ellos mismos sigan siendo) víctimas de una conquista y una dominación para ellos extranjero; y el hecho adicional de que la sangre de estos esclavos corra, mezclada, por las venas de una enorme proporción de hispanoamericanos, son factores que tiendan a confundir la conciencia del continente, inyectándole elementos de indefinición, mitología, racismo, complejos de culpa y de inferioridad, etc.

Pero simplificando, por el momento, uno de los debates más angustiosos y fundamentales entre los muchos que han torturado a la América Latina, diré que justamente es la América Española la que desde la Conquista hasta hoy se ha planteado como sujeto activo un problema en el cual las culturas aborígenes y los seres humanos protagonistas de esas culturas han sido objetos pasivos. Los llamados indios, por su presencia en América en el momento del descubrimiento; por lo que de su cultura mal que bien no pudo dejar de adherirse a las sociedades hispánicas forjadas en la conquista, la colonización y la evangelización; por la inmensa tragedia de su derrota, masacre y esclavización; por su participación en el proceso de mestizaje, y por su persistente presencia, han contribuido a formar una parte muy importante de la conciencia (y también de la mala conciencia) latinoamericana. Pero a pesar del indigenismo de moda, Argentina, Bolivia, Cuba, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, Santo Domingo, Uruguay y Venezuela suman una sola cultura, la cultura hispanoamericana, implantada en 18 naciones sometidas políticamente a los Estados Unidos.

Los españoles encontraron una variedad de culturas y hasta civilizaciones aborígenes en esos territorios. Luego, importaron negros africanos. Posteriormente inmigrantes de diversas procedencias se integraron en proporciones variables a cada país, pero general. Sin embargo, un poco sorpresivamente, si se quiere, pero en forma palpable, la América Española existe y se puede discurrir sobre ella sin necesidad de dividirla en veinte, o ni siquiera en tres o en cinco.

En cambio sería claramente abusivo generalizar sobre una “América Latina: donde el Brasil estaría incluido como un componente más. Brasil es diferente a la América Española por su origen lusitano y su lengua portuguesa, pero además por el modo como fue conquistado y colonizado el territorio, y por haber sido metrópoli de Imperio Portugués durante largos años, tras los cuales en lugar de sufrir una ruptura traumática con Lisboa, logró su independencia por un acto de gobierno, por un decreto, conservando intactas las estructuras políticas y administrativas del Imperio.

En resumen, hay puntos de contacto, semejanzas, parentescos entre Brasil y la América Española, pero la suma de las diferencias es más importante que la de las semejanzas, puesto que incluye además la espectacular consolidación del Brasil en una sola nación gigantesca, fronteriza con todos los demás países de América del Sur menos Ecuador y Chile; y esto en contraste con la fragmentación de la América Española en 19 pedazos.

De más está decir que esa dimensión continental tiene en sí misma una importancia determinante, y siendo sin duda consecuencia de antecedentes distintos, lleva en sí la semilla de divergencias cada vez más pronunciadas, y hasta de enfrentamientos. Al intentar comprender la América Latina, no se puede ignorar Brasil (lo mismo que no se puede ignorar los EE.UU.); pero para la América Española, Brasil aparece como un vecino potencial o actualmente peligroso, potencial o actualmente amistoso, pero en todo caso diferente, otro.

La América Española en cambio, a pesar de su inmensidad geográfica y su aparente heterogeneidad, es un conjunto identificable, con suficientes rasgos comunes como para que sea útil generalizar sobre él, una subdivisión “clara y distinta” del mundo en que vivimos.

Esa diferenciación de la América Española procede, evidentemente, del sello que le dieron sus conquistadores, colonizadores y evangelizadores. Se trata de uno de los prodigios más asombrosos de la historia, pero está a la vista, irrefutable. Hay controversia sobre el número exacto de los “Viajeros de Indias,” pero en todo caso fueron apenas un puñado de hombres, entre marinos, guerreros y frailes. Y esos pocos hombres, en menos de sesenta años, antes de 1550, habían fundado casi todos los sitios urbanos que hoy todavía existen (más otros que luego desparecieron), habían propagado la fe católica y la lengua y la cultura de Castilla en forma no sólo perdurable sino, para bien o para mal, indeleble.

Española, pues, y no "Latina” es la América cuyos mitos y realidades me propongo exponer; pero el nombre “América Latina,” o “Latinoamérica,” invención de franceses o de anglosajones, se ha impuesto de tal manera, que renunciar a él, o insistir a cada paso en que al usarlo se excluye metodológicamente a Brasil, sería una complicación engorrosa y hasta pedante. Entienda, pues, el lector que a menos de advertencia expresa en sentido contrario, la América Latina de este libro es la América que habla español.

Del fracaso a la mitología compensatoria

Entre 1492 y 1975 han transcurrido casi quinientos años, medio milenio de historia.

Si nos proponemos calificar esos casi cinco siglos de historia latinoamericana en la forma más sucinta, pasando por encima de toda anécdota, de toda controversia, de toda distracción yendo al fondo de la cuestión antes de desmenuzarla, lo más certero, veraz y general que se pueda decir sobre Latinoamérica es que hasta hoy ha sido un fracaso.

Esta afirmación puede parecer escandalosa, pero es una verdad que los latinoamericanos llevamos prendida en la conciencia, que callamos usualmente por dolorosa, pero que traspasa y sale a la luz cada vez que tenemos momentos de sinceridad. Es decir que somos los mismos latinoamericanos quienes calificamos nuestra historia como una frustración. El mayor héroe de América Latina, Simón Bolívar, escribió en 1830: “He mandado veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1. La América (Latina) es ingobernable para nosotros; 2. El que sirve una revolución ara en el mar; 3. La única cosa que se puede hacer en América (Latina) es emigrar; 4. Este país (la Gran Colombia, luego fragmentada entre Colombia, Venezuela y Ecuador) caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; 5. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6. Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América (Latina)”.

En esos seis puntos de Bolívar está condensado en su forma extrema el pesimismo latinoamericano, el extremo juicio adverso de los latinoamericanos sobre nuestra propia sociedad. Pero vale la pena subrayar que por lo menos algunas de las profecías desesperados de Bolívar se cumplieron al pie de la letra, por lo cual no se las puede atribuir únicamente al estado depresivo de un hombre envejecido, decepcionado y amargado, sino que son apreciaciones en las cuales están presentes toda la agudeza sociológica y toda la visión política de Libertador.

Desde 1830 hasta hoy se acumulan otros datos y otros puntos de diferencia, adicionales a los disponibles para Bolívar al formular su juicio sobre el futuro de Latinoamérica:

1. El éxito desmesurado de los EE.UU., en el mismo “Nuevo Mundo” y en el mismo tiempo histórico.

2. La incapacidad de la América Latina para la integración de su población en nacionalidades razonablemente coherentes y cohesiva, de donde esté, si no ausente, por lo menos mitigada la marginalidad social y económica.

3. La impotencia de la América Latina para la acción externa, bélica, económica, política, cultural, etc.; y su correspondiente vulnerabilidad a acciones o influencias extranjeras en cada una de esas áreas.

4. La notoria falta de estabilidad de las formas de las formas de gobierno latinoamericanas, salvo las fundadas en el caudillismo y la represión.

5. La ausencia de contribuciones latinoamericanos notables en las ciencias, las letras o las artes (por mas que se pueden citar excepciones, que no son sino eso).

6. El crecimiento demográfico desenfrenado, mayor que el de cualquier otra área del planeta.

7. El no sentirse Latinoamérica indispensable, o ni siquiera demasiado necesaria, de manera que en momentos de depresión (o de sinceridad) llegamos a creer que si se llegara a hundir en el océano sin dejar rastro, el resto del mundo no seria mas que marginalmente afectado.

Casi siglo y medio después de Bolívar, uno de los primeros intelectuales hispanoamericanos (Carlos Fuentes) podía escribir: “Existe (para la América Latina) una perspectiva mucho más grave: a medida que se agiganta el foso entre el desarrollo geométrico del mundo tecnocrático y el desarrollo aritmético de nuestras sociedades ancilares, Latinoamérica se convierte en un mundo prescindible para el imperialismo. Tradicionalmente hemos sido países explotados. Pronto ni esto seremos: no será necesario explotarnos, porque la tecnología habrá podido -en gran medida lo puede ya- sustituir industrialmente nuestros ofrecimientos monoproductivos. Seremos, entonces, un vasto continente de mendigos? Será la nuestra una mano tendida en espera de los mendrugos de la caridad norteamericana, europea y soviética? Seremos la India del hemisferio occidental? Será nuestra economía una simple ficción mantenida por pura filantropía?“

Como el de Bolívar, el pesimismo de Fuentes es insoportable para el amor propio latinoamericano. El mismo Fuentes pasa de esas reflexiones pavorosas al postulado de una acción revolucionaria, una ruptura indispensable para rescatar o crear una identidad latinoamericana menos lamentable, un proyecto modesto, pero propio y viable, que nos permita ser dentro del mundo, si no indispensables o distinguidos, por lo menos independientes.

En todo caso, desde Bolívar hasta Carlos Fuentes, todo latinoamericano profundo y sincero ha reconocido, al menos por momentos, el fracaso -hasta ahora- de la América Latina.

Las colectividades humanas, enfrentadas con la realización de que otros formulan proyectos endiables y los cumplen con éxito, pueden intentar la emulación, o bien el rechazo de los valores implícitos en los proyectos y los éxitos envidiados. También es posible (y este es el caso de América Latina) intentar la emulación, y al no tener el éxito esperado, refugiarse en la mitología como explicación para el fracaso e invocación mágica de un desquite futuro.




Extraído del libro "Del buen salvaje al buen revolucionario" de Carlos Rangel












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