Venezuela: la democracia latinoamericana

Autor: Carlos Rangel

Los venezolanos estamos orgullosos y aliviados por las elecciones del 4 de diciembre de 1983. Orgullosos, por ser las sextas elecciones presidenciales y legislativas que hemos celebrado en los lapsos previstos y en forma impecable, desde el establecimiento en nuestro país de una democracia moderna en 1958. Aliviados porque esa democracia demostró que podía soportar pruebas que van desde la gestión políticamente destructiva y económicamente inepta del gobierno saliente hasta el endeudamiento exterior desenfrenado de ese mismo gobierno y del anterior, seguido como en México, y con las mismas consecuencias, por la brusca reducción de ingresos causada por la debilidad del mercado petrolero a partir de 1982.

De sobra sabemos cómo las sociedades iberoamericanas han repetido monótonamente el ciclo dictadura-democracia-disensión-dictadura. El paso previo a la restauración de la dictadura ha sido siempre la erosión y finalmente la desintegración del pacto democrático forjado “para siempre” en el momento del derrocamiento de la anterior tiranía. En el caso de Venezuela esa erosión fue mínima durante los cuatro quinquenios democráticos, desde 1958 hasta 1978. En 1958, después de una dictadura militar de diez años, concurrieron a elecciones cuatro partidos. En primer lugar Acción Democrática, el partido creado en1936 por el gran estadista Rómulo Betancourt, y al cual le viene mejor el calificativo americano de Aprista que el ahora de moda de “Social Demócrata”. Este partido obtuvo en 1958 la mitad de los sufragios y la mayoria en ambas cámaras legislativas pero, en cumplimiento de un sabio convenio pre-electoral, el Presidente Betancourt formó un gobierno de coalición con el partido Demócrata Cristiano (COPEI) de Rafael Caldera y con el pártido aprista-personalista (URD) de Jóvito Villalba. Ambos, Caldera y Villalba, son otras dos grandes personalidades democráticas de la Venezuela contemporánea. Sólo fue excluído el minúsculo partido comunista, que obtuvo entonces, como ahora, sólo el dos por ciento de los votos. El primer gobierno de la actual etapa democrática venezolana sufrió en seguida un doble asalto: el de la marea de violencia terrorista y guerrillera que se desencadenó en toda Latinoamérica en emulación y por instigación de La Habana, y el de las conspiraciones militares reaccionarias, alentadas y financiadas por el dictador de la República Dominicana Rafael Leonidas Trujillo, y que incluyeron un intento de asesinato de Betancourt. La moda del fidelismo causó dos divisiones en Acción Democrática, en 1960 y en 1962; además, la ruptura del pacto democrático por parte del partido de Villalba, también embobado con Fidel Castro. Por todo esto Betancourt perdió la mayoría parlamentaria y buena parte de su base de sustentación. A pesar de sus cualidades de gran estadista, tal vez no hubiera podido afianzar la democracia y celebrar elecciones en1963 (ganadas otra vez por Acción Democrática) de no haber sido por la firmeza y clarividencia de Rafael Caldera y su partido Demócrata Cristiano al permanecer fieles al pacto democrático pre-electoral y resistir, junto con Betancourt y el núcleo aprista de AD, el asedio insurreccional y conspirativo de aquellos años.

De esa prueba surgió en Venezuela un sistema bipartidista envidiable. Lo es tanto por la existencia de dos partidos inequívocamente democráticos, capaces de alternarse en el poder y hermanados por la reciente lucha común, como por la circunstancia de que el electorado venezolano así lo ha comprendido pues desde entonces vota por esos partidos y castiga a quienes se equivocaron en la coyuntura crucial 1959-63.

En 1968 Caldera y COPEI ganaron las elecciones y se dio la primera transmisión de mando institucional a la oposición en toda la historia de la República de Venezuela. En 1973 retornó el péndulo, con la circunstancia de que, aún derrotado, el partido Demócrata Cristiano aumentó su votación, y de que ambos partidos, AD y COPEI, totalizaron cerca del 90 porciento de los votos. El mismo fenómeno (con nueva victoria de los Democristianos) se repitió cinco años más tarde y otra vez (con nueva victoria de AD) en 1983.

En Venezuela, se solía decir que “gobierno no pierde elecciones”, puesto que de haberlas (rara vez), eran fraudulentas. Ahora, desde 1968, el gobierno ha perdido cuatro elecciones consecutivas: en 1968, en 1973, en 1978 y ahora en 1983. Agreguemos a esto que el proceso está mejor organizado por un poder autónomo (el Consejo Supremo Electoral); que el gobierno derrotado admite con mayor celeridad su derrota (en diciembre de 1983 a media noche el día mismo de las elecciones); que los medios ya no esperan esa admisión de derrota para informar el resultado; en fin, y sobre todo, que el electorado venezolano se comporta cada vez de manera ejemplar y pacifica (menos del 10 por ciento de abstenciones).

Sin embargo, debajo de esta superficie en apariencia tan tersa, subyace el deterioro de la estructura política en la peor tradición iberoamericana. Por eso dije al principio que junto con estar naturalmente orgullosos de nuestras elecciones, los venezolanos estamos además aliviados porque esas elecciones han renovado la legitimidad de nuestro sistema democrático.

Durante cinco años el edificio institucional fue zarandeado como por un inverosimil terremoto. No sería justo afirmar que no había habido sacudidas anteriores con desprendimiento de alguna cornisa o de un pedazo de friso. Para Acción Democrática fue traumático perder el poder en 1968; y mucho más para COPEI en 1973. Ambos partidos estaban imbuidos por el mito de la invencibilidad electoral de los gobiernos, y a los dos les costó trabajo adaptarse a la idea de la alternabilidad. Cuando AD regresó al poder en 1973, uno de sus más importantes dirigentes me susurró con pasión: “Y ahora nunca más”. Quería decir que sabrían bloquearle el paso de allí en adelante y para siempre a COPEI. Ese mal propósito fracasó en 1968. Los demócratacristianos venezolanos, por su parte, admiran la forma como sus congéneres italianos gobernaron a su país (y en cierto modo lo siguen gobernando) durante casi cuarenta años. Ya en el quinquenio 1968-73 COPEI soñó con establecer una hegemonía duradera en Venezuela según ese esquema, pero fue sólo el gobierno ahora saliente el que se dedicó desde el primer día a intentarlo. Por todos los medios se quiso destruir o por lo menos dividir a Acción Democrática, sin reparar en que más que calcar un originalísimo esquema italiano, producto accidental de circunstancias históricas peculiares, lo que se estaba haciendo era reproducir el consternante y sempiterno canibalismo político iberoamericano.

Lo que he afirmado podría parecer temerario, si no fuera por una abrumadora acumulación de evidencias coronadas por un discurso del propio Presidente de la República, Luis Herrera Campíns, en un cónclave secreto de su partido en 1979, donde se jactó del buen progreso del plan. Ese discurso se conoció en seguida porque un periodista industrioso logró introducir una grabadora en el recinto donde tenía lugar el cónclave (versión simple); o porque alguno de los altos dirigentes demócratacristianos presentes hizo una grabación y la pasó al periodista, quien se precipitó a publicarla sin ser jamás desmentido, puesto que disponía de la cinta magnetofónica comprometedora.

Esta segunda versión menos simple me lleva a mencionar otro de los factores de desintegración que minan a la democracia venezolana como a los otros sistemas políticos iberoamericanos; el faccionalismo dentro de los partidos. Acción Democrática siempre ha tenido este problema. Rómulo Betancourt lo resolvió mediante tres divisiones de su partido. COPEI ha logrado guardar las apariencias, como los matrimonios desavenidos que no se divorcian y mantienen una apariencia de normalidad. Pero la candidatura y la presidencia de Herrera Campíns significaron el triunfo, tal vez transitorio, de la facción anti-Caldera en COPEI. Fortalecida financieramente por el usufructo del poder durante cinco años, encabezada ella también ahora por un ex-Presidente, esta facción no está dispuesta a reconocer nunca más el liderazgo único de Caldera o la hegemonía futura en COPEI del “calderismo”.

Desde la desaparición de Betancourt hace dos años, Acción Democrática tiene sus propios problemas internos. Un líder de esa talla no tiene reemplazo. El “lusínchismo” (del apellido del Presidente electo, Jaime Lusinchi) representa la gravitación natural de la masa militante y simpatizante así como de los aspirantes a burócratas, sin embargo ha quedado demostrado que en Venezuela, a diferencia de México, los presidentes no pueden señalar con el dedo al candidato de su partido y mucho menos garantizar su elección. Hoy existen en AD 4 o 5 “presidenciables” de 1988; en torno a ellos han comenzado a aglutinarse movimientos que en unos años más podrían convertirse en facciones. La imposibilidad de conducir de otra manera las pugnas por el control de las maquinarias de los partidos es otra de las facetas del subdesarrollo político de nuestros pueblos. La transacción entre los polos del dilema democraciadictadura lo representan la presidencia monárquica y el partido único mexicano, una suerte de inmovilización con virtudes sobre todo negativas.

No quiero aparecer como pesimista y aguafiestas en este momento de oleaje democrático en nuestra América. Subrayo que en Venezuela tenemos un anticuerpo poderoso contra la entropía que, en apariencia, fatalmente conduce a la desintegración acelerada o gradual de los sistemas democráticos iberoamericanos. Me refiero a una breve experiencia democrática anterior, entre 1945 y 1948.

Como tal vez saben todos quienes me leen, Venezuela tuvo con retraso su Porfirio Díaz, su caudillo telúrico rodeado de ideológos positivistas. Lo tuvo en Juan Vicente Gómez (1908-1935), cuyos herederos políticos lograron mantenerse en el poder una década más. Ese orden político se derrumbó repentinamente en octubre de1945. Se había mantenido por la invalidez política del país tras 27 años de tiranía terrorista, y por la situación peculiar creada por la Guerra Mundial contra el Eje Nazi-fascista. Los aspectos más represivos y primitivos del “gomecismo” habían sido descartados, pero el ala “liberal” de la misma oligarquía rural-militar mantenía estrecho control del sistema de poder político y económico. Sin embargo, los oficiales jóvenes de las Fuerzas Armadas profesionales creadas por Gómez hervían de impaciencia (y de ambición). En 1945 se pusieron en relación con Acción Democrática,viendo en el joven partido aprista (fundado oficialmente en 1941, tras varios años de existencia clandestina o embrionaria) la única fuerza política a la vez importante y no comprometida con la estructura de poder existente y que se proponían barrer.

En un primer momento Betancourt rehusó comprometerse en un golpe de estado militar. Junto con otros altos dirigentes de Acción Democrática trató de obtener del gobierno un compromiso firme de reforma constitucional, que desembocara en un plazo razonablemente corto en unas elecciones presidenciales y parlamentarias. Cuando el gobierno respondió desdeñosamente, quedó listo el escenario para su caída, que se produjo poco tiempo más tarde.

Rómulo Betancourt se convirtió en Presidente Provisional, pero ese primer gobierno de Acción Democrática fue derrocado en 1948 por los mismos oficiales jóvenes que le habían abierto la vía del poder en 1945. Esos mayores y capitanes (ahora coroneles) se arrepintieron de su ingenuidad política. Sentían que el astuto Betancourt los había manejado; ellos habían corrido los riesgos y Acción Democrática había logrado el poder. Las medidas reformistas apristas los habían alarmado. Los sindicatos habían surgido como hongos y su política era agresiva. Lo mismo ocurría con los militantes de AD y, por extensión, con el pueblo, el “populacho”, la “chusma”, los “negros”. Se estaban perdiendo el respeto y el temor que el uniforme militar había inspirado desde el limite más lejano de memoria de hombre hasta 1945. ¿No sería este Rómulo Betancourt después de todo un comunista agazapado? O por lo menos, ¿no sería su verdadero proyecto consolidar en Venezuela una hegemonía monopartidista indefinida, como la del PRI mexicano? Al mismo tiempo la manera democrática de dirimir conflictos abiertamente y en libertad, en la calle, en el Congreso (cuyos debates eran transmitidos por radio) o en los medios de comunicación -una manera nunca bien aclimatada en Latinoamérica, donde degenera fácilmente en denuncias truculentas, más destinadas a provocar la intervención militar contra el gobierno que a corregir vicios o a ilustrar la opinión pública- terminó por angustiar más allá de lo imaginable a una sociedad que durante cincuenta años había conocido sólo la mordaza impuesta por el caudillismo.

Betancourt era el cuarto Presidente civil en toda la historia de Venezuela. De los tres anteriores (todos antes de 1892) dos habían sido derrocados por golpes de estado militares. El quinto presidente civil, inmediatamente sucesor del Presidente Provisional Betancourt, recibió en 1947 las tres cuartas partes de los votos en la primera elección por sufragio universal, directo y secreto que se hubiera hecho jamás en el país. Se trataba de un intelectual, el novelista Rómulo Gallegos, designado candidato por AD justamente para simbolizar el rechazo al pasado y la apertura hacia un futuro distinto. Pero Gallegos no era un político. Suponía que, siendo el Presidente de la República el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, un golpe militar significaría una felonía de la cual su Ministro de Guerra no sería capaz. Bajo la breve presidencia de Gallegos el gobierno de Acción Democrática se escindió en sectas. Los partidos COPEI y URD totalmente excluidos del proceso de toma de decisiones, dieron una especie de apoyo tácito a la asonada militar, la cual ocurrió finalmente en noviembre de 1948. De este modo, en el trienio 1945-48, una situación de conflicto permanente desembocó en un golpe de estado y en una década de represión. Este fracaso marcó en una forma decisiva a los líderes que han dirigido la política desde el restablecimiento de la democracia en 1958.

Esos dirigentes se dieron cuenta de que su ineptitud o ineficiencia al no controlar el conflicto en el lapso 1945-48 había ocasionado ese costoso regreso al autoritarismo y al “gendarme necesario”. Comprendieron que la política democrática es un arte que trasciende la ideologia y, por supuesto, el sectarismo grupal fraticida. Aprendieron a valorar la convivencia, la tolerancia y la capacidad de transacción como las virtudes políticas por excelencia. El vigor de la democracia venezolana en años recientes nos hace olvidar lo frágil que antes fue. A partir de 1958 la democracia sobrevivió sobre todo porque su conservación se convirtió en la meta principal de la dirigencia política. El mayor esfuerzo se invirtió en conciliar, en no crear conflictos, no solamente en el área de la polémica interpartidista, sino también en las áreas sindical, empresarial, etc. La prioridad fue la conciliación, el aportar cada cual lo suyo para establecer la viabilidad y la legitimídad de la democracia en Venezuela. Se llegó a la conclusión de que las únicas reformas duraderas en Venezuela serían aquellas logradas por consenso dentro de un proceso democrático. La primera meta de Rómulo Betancourt, sin duda el arquitecto esencial de este proyecto político, fue comprometer a todos los factores de poder en la supervivencia de la democracia, y los requisitos de este proyecto eventualmente incluyeron garantizar el derecho a la existencia hasta a algunos que habían sido sus más enconados enemigos. El proyecto se enfrentó desde luego a un obstáculo importante y en apariencia peligroso: el rechazo violento por la extrema izquierda fidelizada. Pero al escoger esa izquierda la lucha armada, contribuyó de una manera esencial al buen funcionamiento de la “reconciliación de las élites”. Poderes como las Fuerzas Armadas, la iglesia y la oligarquía central terminaron viendo al binomio AD-COPEI como la única valla contra su liquidación histórica absoluta. Betancourt fue de una habilidad suprema en el uso de la insurrección guerrillera y terrorista para sumar hasta a los huérfanos de la tesis del “gendarme necesario” en la coalición democrática.

Para sorpresa hasta de sus más allegados y de todos los que creíamos conocerlo, el Presidente Luis Herrera Campíns introdujo en forma abrupta un estilo de gobernar totalmente distinto. Ya relaté cómo en un cónclave de su partido se jactó de estar logrando buenos resultados en el propósito de destruir a su oposición democrática (en lo que, desde luego, se equivocaba). Desde el inicio mismo de su gobierno decidió que el mandato presidencial no tenía más limitaciones que su arbitrio. En varias oportunidades declaró, como si fuera una gracia, que era un mandatario respetuoso de las leyes, de la libertad de expresión y de la actividad opositora. A una Federación empresarial que se quejó de algún atropello, respondió públicamente que, si no les gustaba su gobierno, tenían el recurso de lanzar un candidato presidencial en las siguientes elecciones. Reveló así que para él la democracia consistía en lograr ser electo presidente y después dedicarse a hacer lo que nos dé la gana hasta las siguientes elecciones. Ni Juan Vicente Gómez ni Porfirio Díaz habrían durado tanto en el poder si hubieran tenido un desprecio semejante por la opinión pública.

Un inventario de los reproches que la opinión pública comenzó a hacerle al gobierno de Luis Herrera Campíns desde que terminó (más pronto que de costumbre) la luna de miel con la nación de que disfrutan todos los nuevos gobiernos incluiría por lo menos los siguientes: desprecio hacia la opinión pública y, en especial, hacia los partidos (inclusive el partido de gobierno, COPEI) y los sindicatos; siembra deliberada de discordia nacional; intento de destruir al partido fundamental de la democracia venezolana, Acción Democrática; hostilidad en contra del sector privado de la economía; indefinición de políticas, agravada por contradiciones y disputas públicas entre ministros en su mayoría ineptos, bajo la mirada indiferente o complacida del Presidente de la República; uso del Banco Central de Venezuela como instrumento político; destrucción de la autonomía financiera y politización de la industria petrolera nacionalizada; desorden fiscal, despilfarro, endeudamiento externo e interno desenfrenado; imprevisión rayana en la ceguera ante el inminente regreso del péndulo de los precios petroleros; nepotismo; corrupción en mayor escala y más descarada que en ningún gobierno venezolano anterior.

Estos vicios fueron el origen temprano de un malestar nacional tan grande y tan palpable que ya para 1981 estaba claro que COPEI perdería las elecciones de 1983 con cualquier candidato. Lusinchi obtuvo cerca del sesenta por ciento de los votos, y puesto que Caldera superó el treinta y cinco, entre los dos superaron el noventa por ciento y aplastaron a la izquierda marxista.

Este último fenómeno se ha repetido en tres elecciones. Particularmente significativa ha sido la derrota del Movimiento al Socialismo (MAS), un partido socialista fundado hace trece años por disidentes del Partido Comunista. Este partido ha tratado de convencer al electorado venezolano de su sinceridad democrática. Sin embargo, a la vez sostiene que en Nicaragua bajo el sandinismo, hay “un clima de irrestricto respeto a las libertades públicas y al pluralismo político e ideológico” (documento conjunto de los partidos MAS y MIR, 08/09/1983). El cansancio de los venezolanos con la alternancia de malos gobiernos hizo que, en cierto momento, a mediados de 1983, la intención de voto por el MAS y por su candidato, Teodoro Petkoff, rondara el quince y el diez por ciento, respectivamente. Pero el día de las elecciones, 4 de diciembre de 1983, esos porcentajes se redujeron brutalmente en un tercio, en retroceso en relación con los resultados obtenidos por el MAS en las elecciones de 1979. El principio de la economía del voto sin duda jugó en contra de toda la izquierda marxista y por lo tanto del MAS. La intensísima campaña de Caldera seguramente acentuó la polarización AD-COPEI e indujo a votar por Lusinchi a cierto número de venezolanos que habían jugado con la idea de manifestar su descontento también contra Acción Democrática sufragando por el MAS.

Este grupo, detectado por las encuestas más allá de toda duda, cambió su intención de voto por dos razones: 1. Caldera los convenció de que tenía posibilidad real de ganar, y se espantaron ante la posibilidad de un triunfo copeyano, que hubiera significado una ausencia de reacción de la nación contra el mal gobierno de Luis Herrera Campíns; y, 2. No estuvieron nunca enteramente persuadidos de la conversión del MAS a la democracia. Y con bastantes buenas razones: los principales dirigentes de ese partido, inclusive su candidato presidencial, dieron respuestas ambiguas poco satisfactorias a preguntas que son piedras de toque: Cuba, Nicaragua, OLP, teoría de la “simetría” de los dos imperialismos, etc., y que en nuestra época sirven para saber quién es quién y dónde se está parado en política. Su actitud ante estos temas fue sin duda el factor determinante de un retroceso electoral en 1983.










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