El huequito

Autor: Ana María Reyes

Como familia grande que se respetara en aquellos tiempos, en casa de los García todo giraba en torno a los padres, a la comida y a los chismes. Especialmente a los chismes. El padre era el supremo proveedor, pero la madre decidía a quién se le podía proveer, cuánto, cómo y cuándo. En la casa grande todavía se reservaba una habitación para cada uno de los hijos, pero cuando se reunían todos los hermanos con sus esposos, esposas e hijos, el caserón se convertía en una especie de campamento de emergencia, lleno de colchones por todos lados, ropa de niños regada por el piso de las habitaciones, calzoncillos enormes y diminutos colgados de las mismas cuerdas que, cuando había huéspedes en la casa, se reproducían como por generación espontánea en el patio de atrás.

Aunque ya todos los hijos de doña Graciela y de don Ismael estaban bastante creciditos, no faltaban huéspedes semipermanentes a quienes había que socorrer en tiempos difíciles. Para eso había que consultar la opinión de cada uno de los miembros de la familia, quienes daban su veredicto sobre qué era lo mejor para el pariente en desgracia de turno.

Cuando llegó Luisito —el hijo del medio, el mismo que pasó dejando su imborrable huella por media docena de colegios de la ciudad y que inexplicablemente terminó su carrera de administración de empresas sin perder una materia, el que se quedó sin trabajo durante seis meses, a quien le bloquearon las tarjetas de crédito por falta de pago y le cortaron la luz, el agua y el teléfono de su apartamento de soltero cuando en vez de cancelar las cuentas se fue a pasear a la playa para desestresarse—, doña Graciela lo recibió y lo condujo a su antigua habitación, cuya cama todavía llevaba el cubrelecho de los tiempos del colegio.

Después de que dejó dormir al muchacho todos los días hasta las once de la mañana y desayunar en la cama para que se curara rapidito del trauma, doña Graciela se dedicó a llamar a cada uno de sus hijos para pedirles consejos sobre cómo ayudar al pobre Luisito.

La reunión familiar se convocó para el mediodía del domingo. Doña Graciela preparó un sancocho de gallina que alcanzaría para hijos, yernos, nueras y nietos. El lema de la familia era: «Muchas cabezas piensan mejor que una». Así que el domingo, a partir de las once y media de la mañana, la casa empezó a llenarse de gente, el aire se aromó con un increíble olor a caldo de gallina, y cuando todos estuvieron reunidos en la sala, Luisito salió de su habitación recién bañado y perfumado, los saludó y se disculpó o poder quedarse, ya que tenía un importante compromiso con una hermosa mujer y le era absolutamente imposible cancelarlo.

En principio, todos se miraron sorprendidos, especialmente los nuevos miembros de la familia (esposas y esposos de los más jóvenes), de que el causante de aquel revuelo familiar no estuviera presente. Pero doña Graciela salió a despedirse de Luisito, le dio la bendición y le entregó una platica para que no anduviera con los bolsillos vacíos. La puerta se cerró y todos siguieron conversando y tomándose sus aguardientes. Pasaron una tarde sumamente agradable, comentaron la situación del país, hablaron de la inmadurez de Luisito, comieron sancocho, mandaron a los niños a bañarse con manguera en el patio, retomaron el tema de las deudas de Luisito, se sirvieron otro aguardientico, y al terminar la tarde doña Graciela sentenció:

—¿Quién le va a conseguir trabajo al muchacho?

Respondieron dos yernos y un hijo. Uno de los trabajos era de mensajero, pero quedó descartado porque Luisito no tenía carro y no sabía montar en bus; el segundo consistía en contestar el teléfono en una fábrica de zapatos, pero tampoco fue aprobado porque la fábrica estaba llena de niñas muy jóvenes y sencillas y doña Graciela no quería que le llegaran con el cuento de un nieto no deseado; la última moción fue la de relacionista público en la agencia de viajes del hermano mayor, y fue aceptada porque definitivamente las relaciones sociales eran el fuerte de Luisito. En la noche, cuando llegó, le fue anunciado el veredicto. Luisito se puso feliz y aceptó encantado.

Luisito escaló rápidamente en la empresa hasta que fue sorprendido en la oficina del gerente examinando los atributos físicos de la secretaria general. A pesar de su vertiginoso ascenso, decidió renunciar voluntariamente, ya que ese trabajo no llenaba sus expectativas. Entones retornó a la vida tranquila y sosegada de la casa materna.

La vida de la familia siguió su marcha entre separaciones matrimoniales y reconciliaciones, despidos injustos de trabajos y largos períodos cesantes —especialmente en el caso de Luisito. En todo ese ir y venir, la única que no había sido fuente de tema y causante de reuniones familiares era Silvia, la hermana soltera de la familia. Alguna vez se reunieron para planear la forma de conseguirle marido, pero los resultados fueron infructuosos. Ella era como el jabón: tan resbalosa para la familia como para cualquier novio. A eso se sumaba su trabajo, que la obligaba a viajar continuamente y a permanecer por largos períodos en los lugares donde la enviara la empresa.

Cada vez que llegaba de viaje, doña Graciela le preguntaba por los lugares que había conocido, y Silvia sacaba las fotos recién reveladas, donde aparecían estatuas, jardines, edificios, montañas, calles y más estatuas. Pero salvo una que otra foto en la que ella aparecía, todas parecían postales. Las fotos se guardaban en un álbum que permanecía en la sala para que doña Graciela pudiera presumir del último país donde había estado su hija viajera. Pero en opinión de todos, en esas fotografías no había nada interesante que ver. Silvia era definitivamente una mujer sosa y aburrida, y para ver fotos de montañas nevadas o parques estaban los libros de geografía de los niños, que últimamente eran, además de carísimos, muy bonitos.

Un día llegó una carta para Silvia. Traía muchas estampillas y el nombre del remitente estaba en francés. Antes de que Silvia llegara a casa, doña Graciela, Luisito y su novia, don Ismael y el resto de hermanos sabían de la existencia de la carta y hacían mil cábalas sobre quién sería el remitente. El enigma se acrecentaba porque el remitente sólo había colocado dos iniciales y lo que parecía un apellido.

A las siete de la noche llegó Silvia y encontró a todos los habitantes de la casa, incluida la novia de Luisito, que últimamente hasta desayunaba allí, reunidos en la sala, esperándola. Sintió todos esos pares de ojos mirándola, los mismos que enseguida, como si se hubieran puesto de acuerdo, se dirigieron hacia el sobre que descansaba sobre de la mesa de centro de la sala. Silvia sonrió y preguntó llevándose la mano al pecho:

—¿Es para mí?

Un coro respondió al unísono:

—Sí.

Silvia lo tomó, hizo cara de sorpresa al leer el nombre del remitente y se fue para su habitación sin decir nada. Todos se quedaron de una sola pieza. Era una desconsiderada esta Silvia: ¡no darse cuenta de que llevaban toda la tarde esperando a que ella llegara para saber quién le había escrito desde Francia!

A Silvia aparentemente le tenían sin cuidado las opiniones de los miembros de su familia. Desde muy niña se había caracterizado por ser muy independiente y jamás había hecho un comentario sobre su vida personal. Siempre se la vio muy feliz. De niña, tenía dos o tres amiguitas con quienes siempre estudiaba. En la universidad salía, como cualquiera, con su grupo de amigos a tomarse unos tragos y a bailar. Pero cuando empezó a trabajar y a viajar, su vida privada se convirtió en el misterio más grande de la familia.

En una ocasión, cuando se celebraba el Día de la Madre y ella estaba precisamente en Francia, llamó a doña Graciela para desearle feliz día. Justo en ese momento todos estaban reunidos en la sala discutiendo el caso de Marianita, la nietecita que tenía a toda la familia en jaque porque en el jardín infantil le habían mandado a hacer terapia del lenguaje. Las opiniones estaban divididas entre si ahora les complican demasiado la vida a los niños o si gracias a tantos servicios que prestan los colegios, los niños son más felices. La llamada de Silvia no sólo interrumpió tan candente discusión sino que la desvió hacia su vida privada. En opinión de algunos, en vista de que conocía extranjeros a granel, seguramente llevaba una vida bastante agitada; según otros, su vida sentimental probablemente era aburrida, caso común entre los fanáticos del trabajo, como al parecer era ella.

Silvia abrió la carta llena de emoción. No se explicaba cómo alguien todavía se daba el tiempo para escribir una carta en papel, con todas las de la ley. Habría bastado un e-mail… Al abrirla se dio cuenta de la razón: a un e-mail no se lo puede perfumar y tampoco puede llevar un beso impreso con un lápiz l real. Después de olerla y de darle un beso al beso, empezó a leerla. Su emoción romántica se fue convirtiendo en un gesto de físico pánico. Estaba todo muy claro: llegaría a visitarla en una semana; en vista de que había decidido tomar vacaciones, se quedaría un mes completo; la invitaba por algunos días a pasear a alguna playa tropical para intentar perder ese color blanco transparente que se adquiere en Europa durante los días de invierno. Silvia no se reponía de la sorpresa. Rico verla, pero ella quería quedarse en su casa, conocer a sus padres como Silvia había conocido a los suyos, y dormir con ella en la habitación que, como le había descrito, seguía igual a como lucía cuando era niña.

Tenía que inventar un plan. Marie era demasiado obvia. Aún cuando su cara era muy bonita y nadie se resistía a los enormes ojos verdes que asomaban bajo sus cejas gruesas y negras, que a su vez hacían tan buen juego con su pelo desordenado, su indumentaria dejaría mucho que desear al ideal femenino de los miembros de su familia. Aún ella, que siempre andaba en vestido, era criticada por su escaso maquillaje y por la ausencia de accesorios en su cuerpo —excepción hecha de una cadenita de oro con una crucecita que le habían regalado sus padres el día de su primera comunión.

Silvia salió de su habitación y se dirigió a la sala, donde aún estaban reunidos quienes unos momentos atrás la habían esperado con tantas ansias. Cual haya sido el tema de conversación que mantenían, murió en el momento en que ella se sentó. El silencio se apoderó del ambiente. Todos estaban a la expectativa de la noticia. Silvia les contó sin mayores detalles que Marie, una compañera francesa de trabajo, quien la había hospedado siempre que debía quedarse en París, llegaría en una semana y pasaría un mes de vacaciones en casa.

De un momento a otro, la vida de doña Graciela adquirió color y emoción, alimentada por la curiosidad y por el orgullo de poder atender en su casa a alguien del Viejo Mundo. A partir de ese momento, y por una semana, entraron y salieron pintores, se compró una cama adicional que se colocaría en la habitación de Silvia y que hacía perfecto juego con la que tenía desde a niña, se compraron nuevas sábanas y toallas y se reunió la familia, por primera vez en toda la vida de Silvia, para hablar algo referente a ella. Después de interminables discusiones se planeó el menú del mes para que la francesita probara todos los platos típicos del país, al igual que un tour por los sitios históricos de la cuidad que aprovecharían todos para conocer lo que nunca habían visitado.

Para fortuna de Silvia, el vuelo llegaría a las cuatro de la mañana. Por más unida que fuera su familia, nadie se ofreció a acompañarla a esa hora. El día del arribo de Marie, Silvia se levantó a las tres, se bañó y se vistió. Cuando estuvo lista para salir se llevó una sorpresa: Luisito, también bañado y perfumado, apareció insistiendo en que no dejaría que su amada hermanita condujera a esas horas sola, con lo insegura que se había vuelto la ciudad. Silvia no tuvo más remedio que dejarse acompañar. Entendió perfectamente que Luisito tenía la firme intención de causar un gran primer impacto en su amiga, de manera que él y no un extraño se viera beneficiado de los favores de una europea sin recatos ni prejuicios.

El avión aterrizó y Luisito no se percató de la emoción de Silvia, quien, cosa extraña, andaba habladora y risueña. Luisito estaba demasiado ocupado buscando entre la fila de personas que desfilaban por el pasillo del aeropuerto a una despampanante rubia francesa con la boca pintada de rojo. Alguna vez había escuchado que los franceses no se bañan y que huelen , pero ya se las arreglaría para cambiarle el olorcito a la visitante.

De repente Silvia empezó a saltar y a alzar la mano. Pero Luisito no vio a ninguna mujer entre las personas que pasaban. Algunos tipos saludaron al mismo tiempo, entre ellos uno delgado y bajito de cabello negro, crespo y despeinado. Silvia agarró a Luisito del brazo y prácticamente lo arrastró hasta el lugar donde entregaban las maletas a los pasajeros. Hombres y mujeres iban saliendo lentamente con sus maletas de rodachines. El mismo tipo bajito y despeinado que él había visto poco antes salió arrastrando un morral, que dejó a mitad de camino al ver a su hermana. Silvia también salió corriendo y ambos se abrazaron. Silvia le dijo algo al oído y le ayudó a cargar el pesado morral. Se acercaron caminando y una voz de mujer salió de esa cara que casi no se veía a través del pelo, para saludarlo en un español afrancesado.

Luisito perdió totalmente el interés por la francesa y con franca decepción cargó su morral hasta el carro. Condujo en silencio mientras ambas mujeres, como cotorras, hablaban sin parar en francés. Para Luisito, una mujer que pareciera un hombre no tenía nada interesante que decir. Así que ni se molestó en tratar de entender lo que las mujeres decían. Sintió que había perdido su descomunal madrugada y en todo el camino no pensó en otra cosa que en volverse a acostar para dormir y recuperarse del esfuerzo.

Cuando llegaron a casa, doña Graciela ya estaba levantada y arreglada, don Ismael estaba sentado a la mesa tomándose un cafecito con cara de dormido y la cama destinada a Marie estaba perfectamente tendida para que la pobre muchacha, que muy probablemente no había podido dormir en toda la noche, descansara.

Luisito entró con cara de aburrido, dejó el morral sobre una de las sillas de la sala y se fue directamente a dormir. En seguida entró Silvia sonriente y feliz, y finalmente hizo su entrada, para nada triunfal, Marie. Doña Graciela esperaba a una mujer elegante y de mucho , como las que aparecen en las propagandas de perfumes. Por eso, cuando Marie se le acercó y le dio la mano tal cual como lo hacían los amigos de Luisito, doña Graciela sonrió como una autómata, respondió al apretón de manos y recibió un beso en cada mejilla. Silvia las presentó y se disculpó con su madre llevándose a Marie a su habitación, con el pretexto de que estaba cansada y que no había dormido nada.

Pasó una semana en la que doña Graciela pudo darse el gusto de darle de comer a Marie todos los manjares autóctonos que se le ocurrieron. Si al principio esa muchacha que parecía un jovencito la había decepcionado un poco, ahora le parecía adorable porque no era como sus nueras y las novias de sus hijos, que comían como pajaritos. Marie hablaba un español bastante fluido y alababa permanentemente su cocina. Infortunadamente Marie no sabía cocinar —nadie es perfecto—, pero le prometió que le mandaría de Francia, especialmente para ella, unos libros maravillosos de cocina. Doña Graciela estaba encantada.

Poco a poco toda la familia fue apareciendo para conocer a la famosa francesa, y no dejaban pasar la ocasión para burlarse de Luisito, quien había apostado que sería él quien le enseñaría lo a un verdadero amante latino. Luisito, que estaba herido en su orgullo de macho, empezó a comentar que con razón su hermana no había conseguido ningún novio francés viviendo en París; si siempre andaba con Marie —se burlaba—, era imposible que un hombre se le acercara. Lo más probable es que la gente que las veía pensara an un par de «raras». Ese comentario venenoso lo soltó cuando conversaba con una de sus cuñadas, y ambos se prometieron no volver a comentar algo tan horrible. Una cosa era que la amiga de Silvia pareciera un tipo y otra cosa era… otra cosa.

Pero el apunte de Luisito se regó entre los miembros de la familia. Todos llamaban a Luisito para que les informara sobre los movimientos de ambas mujeres, y él como buen detective les informaba que todos los días se despertaban temprano, ponían música en la habitación, salían recién bañadas a desayunar, no se las volvía a ver hasta la hora del almuerzo y luego desaparecían hasta la madrugada. En algunas ocasiones las vio llegar pasadas de copas, abrazadas, riéndose y hablando en francés. Jamás llegaron en compañía masculina.

Durante una semana Luisito dejó de pasar informes: las mujeres desaparecieron para pasar unos días en la playa. Finalmente llegaron muy poco bronceadas y con los ojos brillantes, como cuando las parejas llegan de la luna de miel. Este comentario de Luisito fue suficiente motivo para que la familia decidiera celebrar una de sus reuniones. Había que averiguar lo que estaba pasando entre Silvia y la francesa.

Luisito hizo sus últimos trabajos de espionaje, obviamente a escondidas de doña Graciela, que adoraba a Marie y que al paso que iba la devolvería no caminando sino rodando, de tanta comida que le daba. En alguna ocasión en que uno de sus hijos mayores sugirió que la francesa era medio rara, doña Graciela la defendió con dientes y uñas. Según ella, sus hijos eran incultos y no se daban cuenta de que las muchachas de otros países son diferentes y muy «internacionales».

A partir de entonces, los comentarios sobre la extranjera se hicieron a espaldas de doña Graciela y de don Ismael, a quien lo único que le interesaba de la francesa era que le hablara de política, en lo cual era bastante versada. A Silvia no le pasó desapercibido que todos los ojos estaban puestos sobre ellas. Por eso empezó a tratar con cierta dureza a Marie —no le permitía que le dijera palabras cariñosas, ni siquiera en francés— y le obsesionaba mantener música siempre que estuviera a solas con ella en su habitación.

Un día antes de la plenaria familiar —la cual se llevaría a cabo aprovechando que Silvia y Marie habían invitado a almorzar a doña Graciela y a don Ismael, pues en su presencia no podrían hablar en libertad—, ambas mujeres se pelearon.

A las siete de la mañana salió Marie de la habitación, se disculpó con doña Graciela o aceptarle el desayuno y se marchó. No volvería a aparecer en todo el día. Media hora más tarde salió Silvia, también recién bañada y con los ojos hinchados a pesar del maquillaje que se había aplicado para disimular, sin ganas desayunó una taza de café y en el momento en que mordía un trozo de queso, rompió a llorar.

El día transcurrió sin otra novedad. Silvia se encerró en su cuarto y sólo salió cuando su madre la llamó para almorzar. Probó dos trozos de carne, una cucharada de arroz y un sorbo de jugo. Luego se puso de pie, se arregló y también desapareció hasta bien entrada la noche.

Pasadas las dos de la mañana, según el reloj de Luisito, se abrió la puerta. Ambas mujeres entraron riéndose a carcajadas y se encerraron hasta el otro día. A las once de la mañana Silvia salió de su habitación seguida de Marie. Ambas, con cara de haber dormido poco, se extrañaron al ver a todos reunidos. La familia en pleno se quedó mirándolas y les preguntó a qué horas saldrían de paseo. Silvia y Marie hablaron algo entre ellas en francés y Silvia contestó que no saldrían. Habían decidido pedir algo a domicilio, invitar a todos a almorzar y participar en la reunión. Luisito se sintió desolado, pero no se dio por vencido: mientras ellas se retiraron para bañarse y estar presentables, él, como espía oficial de la familia, actuó como protagonista de una reunión relámpago.

A Silvia y Marie les extrañó el silencio que reinaba en la casa mientras ellas se arreglaban. De afuera les llegaba una especie de susurro, pero no lograban entender una palabra. Como niñas que se arriesgan a una travesura, se acercaron a la puerta procurando escuchar. Nada. Se agacharon, como si acercándose al piso pudieran atrapar mejor los sonidos. En ese momento un objeto cayó al suelo. Marie se agachó y lo recogió. Era una especie de corcho. Se volvió hacia Silvia, quien acababa de encontrar el lugar de donde había caído: un huequito. En la puerta de su habitación, al lado de la bisagra del medio, había un hueco. Primero se asomó Silvia, luego Marie. Se dieron cuenta de que desde ese punto podían ver cuanto sucedía en el comedor y en la sala. ¿Desde afuera acaso podía verse el interior de la habitación con igual claridad?

Aprovechando que todos los ojos estaban encima de Luisito, pues nadie quería perderse de lo que éste decía en voz muy baja, las dos mujeres salieron silenciosamente del cuarto y se acercaron a la sala lentamente hasta ubicarse detrás de él, que estaba en la parte de «…entonces yo me asomé por el hueco y adivinen qué vi…»; Marie tocó su hombro y colocó en su mano el corcho.

La familia quedó congelada en el tiempo mirando aquel objeto en la palma de la mano de Luisito. Unos pasos pesados y lentos se acercaron. Una mano con un anillo que está en ese mismo lugar desde hace cuarenta y tantos años tomó el corcho. De la boca de doña Graciela salió una frase contundente:

—Debería darles vergüenza.

El silencio seguía siendo el rey de la sala. Doña Graciela condujo a las dos mujeres a la mesa, pues su desayuno estaba servido.

Del asunto no se habló más. Marie terminó de pasar sus vacaciones en casa de Silvia, y no desaprovechó para emborracharse con los hermanos de Silvia mientras intentaba seguirlos cuando cantaban boleros. Silvia engordó dos kilos comiendo al ritmo francés y llevando a su amiga a probar cuanta fruta y fritanga le pusieran por delante, y Luisito siguió jurando que él no fue quien abrió el hueco. Nadie le creyó.

A partir de ese día cada miembro de la familia se da el lujo de presumir que tiene una hija, hermana, cuñada o tía tan internacional, que en vez de novio criollo tiene amiga europea. Eso sí, ni uno solo de ellos deja de revisar de vez en cuando las puertas, porque nadie sabe a qué horas va a aparecer alguien dispuesto a abrir un huequito indiscreto.

Extraído del libro "Entre el cielo y el infierno" de Ana María Reyes.












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