El síndrome del domingo por la tarde

Autores: Juan Mateo y Jorge Valdano

En una ocasión en la que estaba viendo un partido televisado ocurrió algo de un valor sólo anecdótico, pero que sirve para centrarnos. Hugo Sánchez recibió un balón, lo cargó de peligro con esa convicción llena de pólvora que tenía y disparó sin piedad: ¡GOL!

El narrador dijo que Hugo “había tirado sin pensar”. Aquel comentario me pareció el menos adecuado de todos los posibles, porque yo sabía que Hugo Sánchez llevaba una vida imaginando ese gol, y todos los goles posibles. Antes de dormirse, en los semáforos en rojo y, por supuesto, en los entrenamientos, el verdadero deportista repasa mentalmente las jugadas probables, hasta el punto de que, a la hora de la verdad, son sus músculos los que se lo recuerdan. Si eso llega a ocurrir es porque se cansó de pensar en el tiro y no porque tirara sin pensar. En el análisis posterior el comentarista insistió: “Hugo no se lo pensó dos veces antes de tirar”. Le contesté desde mi butaca: “Dos veces no, dos millones de veces”. En realidad un futbolista juega tres partidos: el imaginado (para buscar la tensión competitiva justa), el real (bisagra y razón de ser de los otros dos) y el repasado (también imaginario, inevitable para descargar el sistema nervioso e imprescindible para revisar y enmendar errores).


La visión es, entonces, una casa sin ladrillos: visualizar el fin incluso antes de poner los medios.

Un ser humano, o un equipo, necesita dar sentido a lo que hace, tener claro el “por qué” y “para qué” de los actos que componen su actividad cotidiana. Todos los ejemplos anteriores demuestran que gran parte del éxito de una empresa que nos propongamos construir, sea cual sea su perfil -personal, política, industrial, deportiva, etcétera-, es definir claramente hacia dónde nos dirigimos. Eso no evita los tropiezos y las inevitables caídas, pero sí que aporta fuerzas para levantarse y seguir. El sueño no es un lugar para quedarse, sino un motor que nos pone en marcha.

Cuenta el escritor Eduardo Galeano que un amigo suyo estaba impartiendo una conferencia en una universidad norteamericana. Terminada la exposición, un alumno le preguntó qué era la utopía. El amigo de Galeano lo explicó con una metáfora: “La utopía es como el horizonte, uno se acerca diez metros y él se aleja diez metros; avanzamos otros cien metros y él se aleja otros cien metros; volvemos a caminar mil metros y el horizonte siempre está a la misma distancia…”.

Uno de los alumnos, con el sentido pragmático que caracteriza a los norteamericanos y que es tan bueno para algunas cosas, le dijo: “… Pero, entonces, la utopía no sirve para nada”. Y el amigo de Galeano cerró la metáfora: “¿Cómo no?, sirve para caminar”.
Exacto, sirve para caminar. Cuando nos ponemos a andar, los sueños sufren descalabros, pero, si son auténticos, resistirán. De lo contrario, hay que guardar unos días de duelo por el sueño no cumplido, para que no interfiera en los nuevos proyectos. Una vez asimilada la desilusión será el momento de darle la oportunidad a un sueño nuevo. Horizonte siempre hay.

Esta afirmación puede parecer evidente. Sin embargo, la realidad nos indica que muy poca gente hace un esfuerzo serio por clarificar sus auténticos deseos. Incluso, cuando su imaginación se dispara y comienza a redondear el sueño idílico en el que le gustaría habitar, desecha la idea por absurda y hasta le da miedo descubrirse tan iluso. Si da un paso más en su carrera de soñador ya se encargarán sus compañeros, amigos y familiares de acusarlo de ingenuo. Creen haber cumplido un servicio cuando te ven con los pies en el suelo, devuelto al rebaño.

La experiencia nos ha demostrado -en muchos seminarios con directivos empresariales- que no son mayoría las personas que tienen definido claramente el horizonte que pretenden alcanzar.

Se da la paradoja de que estas personas, en su infancia, “inventaban” un futuro y eran capaces de cambiarlo con frecuencia, un ejercicio que les proporcionaba un placer lúdico que verbalizaban permanentemente a los adultos. Quién no ha oído a un niño frases como “Papá, de mayor quiero ser futbolista... o bombero”. En la adolescencia, con las amigas, hay cierta pasión por ser médicos. Los niños juegan con el futuro, adaptando el mundo a sus deseos, como si la vida fuera de plastilina y, por supuesto, solamente suya.

De adulto esas fantasías nos avergüenzan, como si soñar fuera una regresión infantil, y así la vida nos va comiendo terreno hasta que nos pide la rendición. La consecuencia es una cierta apatía. Aceptamos como un buen negocio el sobrevivir a los acontecimientos lo más cómodamente posible, a la espera de que el azar nos regale un golpe de suerte.

La demostración menos agradable de este hecho es lo que denominamos “el síndrome del domingo por la tarde”. Se da en muchos profesionales que, abandonados ante la televisión, son atravesados por una dramática visión: “¡Qué horror, mañana es lunes!”. En ese momento es cuando un cuadro depresivo nos hace creer que nada vale la pena y el mundo se nos hunde sin que tengamos una sola ilusión a la que agarrarnos. Perdimos el hábito de soñar, y en el ámbito laboral no encontramos “los objetivos inspiradores” de los que hablábamos al empezar.

¿Le ha ocurrido a usted alguna vez algo similar? Le recomendamos que no se engañe a sí mismo y que, al menos, empiece por reconocer que hace mucho tiempo que no se dedica a pensar el por qué y para qué de su futuro; es el primer paso hacia el cambio. Si esto ocurre de forma individual, y se trata de un problema serio, imaginemos lo que puede pasar si este mismo hecho se produce con un conjunto de seres humanos que pretenden trabajar juntos. ¿Se imaginan un equipo de fútbol jugando la Liga sin saber exactamente por qué y para qué la juegan?

Hace algún tiempo le preguntamos a un futbolista cómo veía a su equipo, a lo que respondió explicando con esta imagen la confusión de objetivos: “Estamos mal”, dijo, “la mitad del equipo está asustado y juega pensando en cómo escapar del descenso, mientras la otra mitad está ilusionado y piensa que podemos alcanzar la UEFA”.

¿Por qué? ¿Para qué...? La realidad nos enseña que un alto porcentaje de profesionales de equipos deportivos o empresariales desconocen la respuesta a esas dos preguntas, o lo que es peor, ni siquiera se las plantean. Muchos de ellos realizan su labor exclusivamente por la obligación de cubrir necesidades económicas básicas.

¿Se atrevería a hacerle a su equipo esas dos sencillas preguntas? Hágalo, seguro que el ejercicio le proporcionará una valiosa información que, con seguridad, le ayudará a comprender la razón de las oportunidades que, a lo mejor, está perdiendo. Hasta puede ocurrir que descubra posibilidades insospechadas en su gente.

Si el desconocimiento de los objetivos es un hecho generalizado es lícito que ustedes se pregunten cómo es posible que las empresas funcionen. Sin alejarnos de la sencillez, se nos ocurren dos situaciones bastante comunes. La primera es que se haya seguido, a lo largo de los años, la estela de una vieja VISIÓN, que alguien tuvo, que permitió crear una organización y que ahora funciona por inercia, sin más modificaciones que aquellas que permitan la supervivencia. La segunda es que el proteccionismo de “los mercados”, o la mediocridad de los competidores, nos regalen la posibilidad de ir dirigiendo por acontecimientos, es decir, sin anticiparse, sin crear futuro, sin ver las cosas en perspectiva.

Extraído del libro “LIDERAZGO. El libro que da las claves para formar equipos en la empresa y en el deporte” de Juan Mateo y Jorge Valdano.
















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